José Vicente Concha
Excelentísmo señor Presidente del Congreso:
Si ciudadanos ilustres por su virtud, sus talentos y saber singulares, llegaron temerosos en
ocasión tal como ésta al solio de la Representación Nacional, quien en estos momentos os dirige la
palabra, Excelentísimo señor, desnudo de esos dones y capacidades, sin otro título que su anhelo del
bien público, sin más presea que su intenso amor a la Patria, no habría subido esas gradas, después
de vacilar conturbado y perplejo, si no hubiera cobrado ánimo alzando los ojos para impetrar luz y
auxilio del Dispensador de todos los bienes; si la manera como el país ha manifestado en esta
ocasión su voluntad en los comicios electorales, no le hicieran esperar confiadamente en el consejo
y la cooperación de sus conciudadanos que dan a la organización del Gobierno su genuino carácter
de República.
Feliz augurio es para la Nación y para quien en estos momentos presta la promesa jurada de
servirla, que sean las manos vuestras sin mancha, de ciudadano integérrimo, Excelentísimo señor,
las que reciben ese juramento, porque vos, que con tan extremada benevolencia acabáis de honrar a
un hombre de escaso merecimiento, habéis dado a vuestros conciudadanos, desde la encumbrada
cima en que os colocaron vuestras virtudes cristianas, vuestros magnos talentos que os hacen
orgullo y honra de la República, el ejemplo más hermoso y fecundo de cuantos registren sus anales;
habéis mostrado cuánto pueden la abnegación aunada al amor de la tierra patria, de cuánto es capaz
la virtud que se inspira en Dios, y que, despojándose de la humana flaqueza, se alza en alas de
superiores ideales a la región serena donde el Bien y la Verdad todo lo señorean. Así habéis reunido
los elementos dispersos de la gran causa que constituye una de las primeras fuerzas del país; así
habéis mostrado a vuestros conciudadanos todos, de las diferentes tendencias y opiniones políticas,
cómo ha de llegar en un día no lejano, no ya a la simple unión de una bandería política, sino
también cómo se ha de alcanzar aquella suprema unión de los colombianos, por la cual clamaba en
las puertas ya del sepulcro, con gemebunda y casi extinta voz, ahogada por el melancólico retumbo
de las olas, el Genio Libertador del continente suramericano.
Ni es ya la realización de ese anhelo simple ensueño de corazones patriotas, vana utopía de
fantástica imaginación, el reciente acuerdo, espontáneo y generoso, de dos grandes partidos
políticos en la acción electoral para renovar el personal del Gobierno, hecha abstracción del
secundario accidente del nombre del elegido, es el primer brote de la semilla que cayó en fértil
tierra, que, cultivada en atmósfera de tolerancia y de justicia, hará que, sin desaparecer los grandes
partidos, reunida la Nación, no tarde, en falange invencible, merezca el general respeto, promueva
el progreso moral y material y elevando los corazones de sus hijos, con el más grande y generoso de
los sentimientos, logre que pongan por sobre todo interés y por sobre todo amor en lo terreno, el
interés y el amor de la Patria.
Lenta, difícil época de gestación, en que ha sufrido la República grandes dolores, terribles y
cruentas desgracias, la misma mutilación, que aún hace estremecer el lacerado corazón nacional, ha
precedido al día que ya se ve clarear con un nuevo sol que asoma esparciendo ondas de luz y de
calor beneficiente sobre la tierra ubérrima, de donde, bajo la mirada protectora de lo Alto, ha de
surgir la cosecha de hombres que, en labor sostenida y enérgica, lleve a Colombia al porvenir
grandioso que para ella prepararon con su inmolación heroica o en grandioso batallar los mártires y
los caudillos de la epopeya emancipadora.
Pero si a oscuras brumas, a borrascas de la primera centuria de vida independiente, sucede una
atmósfera diáfana y serena; si en el horizonte no se columbran ya las negras nubes de donde ha de
desprenderse el rayo devastador, es menester cuidar de que las causas que en otros días trajeron la
tormenta no reaparezcan jamás, porque en el mundo moral, como en el físico, hay leyes que
presiden la encadenación de los hechos que ojos indiferentes pudieron considerar como fortuitos.
Remover y para siempre aquellas causas, en cuanto ello dependa de la humana voluntad, es hacer
que la paz y el reposo de que disfruta la Nación no sean transitorio accidente, sino un hecho que por
su permanencia constituya la base inconmovible del desarrollo moral en la vida del pueblo que los
llegó a obtener.
No fue a las estultas imposiciones de la fuerza, no al desconocimiento del derecho, ni a la
desaforada conculcación de las libertades legítimas a lo que pudo atribuirse en época alguna el
origen del orden, el imperio de la paz. La paz no nació en ningún tiempo, ni nacerá nunca, sino del
predominio de la justicia y la justicia es el reconocimiento del derecho, que no respira sino en el
ambiente de la libertad. La justicia por la excelencia de su virtud, ilumina y serena las mentes,
domina y rige las voluntades, ahoga las pasiones y señorea las sociedades, dando un trono a la paz,
a la paz que trajo Cristo al mundo con su doctrina, la que legó a la humanidad como fundamento de
su civilización.
Once lustros ha, en solemne ocasión, tal como la presente, en medio de un concurso de
notables colombianos, el Presidente del Congreso don Pedro Fernández Madrid, “un verdadero
sabio y un patriota eminente”, decía en el discurso que dirigió al nuevo Jefe del Gobierno que
tomaba posesión del cargo aquel día: “Si pues, nuestra primera necesidad y primera condición de
nuestra existencia es la paz, guardémonos de perturbarla, autorizando el dominio de un partido
sobre el otro. La República ha experimentado ya ese género de despotismo: el más cruel y el más
temible, porque es el más hipócrita de todos. Para evitarlo, los encargados de la dirección de las
cosas públicas deben colocarse, con todos sus resortes de política y de fuerza, en una altura a la cual
jamás alcancen las temerarias instigaciones del espíritu de bandería. Desarmados de su saña,
privados del apoyo con que alternativamente han contado los partidos, que han comenzado a
mirarse en calma, se conocerán mejor, se temerán menos y aprendiendo a respetarse, acabarán
trabajando, con noble emulación, en captarse, por la bondad de sus principios y honrado proceder,
la aprobación popular”.
Nadie habría de tachar la novedad peligrosa, de pensamiento anárquico, ni de principio
inconciliable con la doctrina de la escuela de la autoridad y el orden, lo que con la nítida sencillez
de la convicción y de una conciencia toda probidad, expuso el noble patricio que fue en su partido
hijo dilecto.
“La noble emulación de los partidos”. He ahí, en breve y clara sentencia, uno de los primeros
fines que ha de proponerse la política que aspire a ser llamada prudente y sabia, que se informe con
sinceridad en el anhelo del bien general, anhelo que no se podría realizar sino mediante la sujeción
constante y escrupulosa del que presida, en actos y no sólo en palabras y promesas sonoras que
arrastran los vientos mudables, a la sencilla norma del patriota y vidente orador.
Pero si es elemento del orden y del sosiego público esa elevación serena y justa de los
encargados de las funciones gubernativas por sobre el campo de la lucha natural de los partidos
políticos, hay un deber superior al de esa misma elevada serenidad, sin cumplir, el cual no pudo
concebirse nunca la verdadera tranquilidad de la Nación, y cuyo desconocimiento trajo en diferentes
épocas de la historia de Colombia agitación, desgraciadas convulsiones, choques sangrientos. En
vuestra maestra oración, habéis señalado, Excelentísimo señor, ese deber, en palabras tan hermosas
como llenas de sabiduría, cuando mostráis los objetos primordiales, las prendas de más estima que
entrega a la Patria a quienes han de desempeñar las tareas del Gobierno.
Acaso Nación ninguna supo definir mejor en los tiempos modernos que Colombia en su ley
fundamental vigente, la manera como han de regirse las relaciones entre las dos potestades,
espiritual y temporal, que imperan sobre la sociedad civilizada de los hombres. Huyendo así de los
sistemas regalistas que pretendieron subordinar la Iglesia a las autoridades humanas, como de los
peligrosos entretenimientos que llegaban a confundir o borrar las esferas de acción de los dos
Poderes, se reconoció a la sociedad espiritual y a la entidad que le representa sus derechos y
prerrogativas; se afirmó su independencia; se garantizó la libertad de su acción, y sin pretender
convertirla en una institución oficial, que hubiera menoscabado su carácter, se prescribió, en
concisos pero incontrovertibles términos, que había de recibir protección y amparo del Poder Civil
“como elemento esencial del orden social”. Lo que antes pudo ser, pues, origen de vacilaciones o de
errores para gobernantes del país, cesó de serlo para el que quiera cumplir lealmente la promesa que
prestó de respetar la Constitución Nacional. A nadie entre los que gobiernan ha de turbar ya la
asechanza con que los fariseos y los escribas, aliados contra Cristo, a fin de perderlo ante el César,
le interrogaban hipócritamente para que decidiera a quién se debía pagar tributo.
Reconocido el más precioso de los derechos del hombre; resguardado el sagrado de su
conciencia; libre para transmitir su fe y su culto a la inteligencia naciente de sus hijos, quedarán
cerradas con recios cerrojos las puertas de la discordia, vencedora la noción de la política sabia,
“arte de hacer vivir reunidos a hombres reales en una hora dada de la historia y en señalado espacio
del planeta” y podrá la Nación acometer su labor administrativa, que no pugna, como algunos lo
creyeron, con la obra de la política, y que, por el contrario, ha menester de ella cuanto es de tal índole que merezca su nombre.
Señalasteis ya, señor, en síntesis que no se podrá emular, la importancia primordial de la
educación pública, y no sería menester agregar nada a tales palabras si no hubiera oportunidad y
conveniencia en que el país y su representación conocieran, en esta y otras materias, las opiniones
de quien va a desempeñar funciones en el Gobierno, que las somete al juicio público como al
Cuerpo Legislativo, con el acatamiento que uno y otro merecen.
Ora se viva para los nobles ideales de un espiritualismo, que no pocos miran ya como caduca
escuela; ora se entre de golpe en la arrebatada corriente de los enloquecidos apetitos de un progreso
meramente material, hay que dar a la educación y la instrucción del pueblo el lugar preferente que
vos, Excelentísimo señor, le acabáis de señalar, en las labores de una sociedad bien organizada.
No tiene el Estado misión docente ni podría atribuírsele el abominable monopolio que
conculca la más preciosa de las libertades; pero sí es él en esta materia, sobre todo en sociedades
incipientes, el más eficaz auxiliar de la familia, a la que originariamente compete, por derecho
natural, la educación de los hijos. El Estado carece de facultad legítima de coerción para llevar a los
niños a los bancos de la escuela, pero tiene el deber ineludible de suministrar a los padres de familia
que quieran aprovecharlos, los medios adecuados y conformes a sus creencias para instruir a sus
hijos.
Cumple así el Estado un perentorio deber, y propende a la vez, con la mayor eficacia, la
prosperidad nacional, que de esa suerte se levantará como fábrica sólida sobre firmes cimientos.
Porque si antes que a la educación de los hijos del pueblo se atiende sólo, como algunos pretenden,
a las obras de mejoramiento material, abandonando a aquéllos en la oscuridad, vivirán ellos
realmente, aún abolida la esclavitud, en servidumbre de rebaño, explotados por los propietarios de
las mismas tierras que un día fueron suyas, o por industriales pudientes que los traten como bestias
de labor, mientras llega la hora de que se les conduzca en tropas embriagadas por feroz instinto al
motín de la ciudad, o a los campos de carnicería de la guerra civil, donde el fuego y el hierro hacen
desaparecer en breves horas las ponderadas conquistas de una aparente civilización que carecía de
la base moral verdadera.
La instrucción y la educación son las que emancipan a los hombres, porque, llevando la luz a
sus inteligencias, los hacen conscientes, les dan los medios mejores de ejercer la actividad
individual y les tornan realmente aptos para cumplir los deberes de ciudadanos de un país libre,
cuya primera riqueza, desde antaño se observó, la constituyen los hombres.
Para esparcir esa luz ningún esfuerzo ni sacrificio serían bastante, y para ello es menester
llevar al maestro, precursor de la civilización, no sólo a las ciudades, sino a las aldeas, a los campos,
a los más recónditos lugares; pero elevando como lo habéis advertido, señor, la condición de ese
obrero del bien, sumido hoy en la miseria; colocándolo en el puesto a que lo hacen acreedor sus
merecimientos y servicios.
Mientras la Nación no cumpla esa obligación elemental, por medio de los diferentes órganos
gubernativos, ni tendrían eficacia, ni serían lícitas otras empresas de un mentido progreso. Mientras
la gran masa del pueblo que carga el peso mayor del tributo; que arranca a la tierra el pan del país;
que teñiría mañana con su sangre, si menester fuera, la raya de las fronteras de la República, no
reciba lo que le es debido en luz al menos, para la inteligencia de sus hijos, el Estado no tiene
potestad legítima para ordenar gastos que, al lado de aquéllos, habrían de ser mirados como de mera
suntuosidad.
Y es solamente cuando el Estado haya satisfecho esas necesidades de la instrucción elemental,
cuando habrá de atender con amplitud a la superior y profesional; pero sin tomar para éstas nada de
lo que pudiera ser indispensable a la difusión de las primeras letras, porque si de otra suerte se
procediera se vendría a constituir de hecho en la República una casta privilegiada de letrados, contra
la índole de las instituciones, e invirtiendo el orden de un progreso sólido y real.
La tarea de las Misiones que han de llevar la luz del Evangelio a donde no ha penetrado aún, y
recoger los escasos restos de las que fueron populosas tribus para incorporarlas en la sociedad, es
parte importantísima de ese primer grado de la instrucción pública, que merece el más decidido
apoyo oficial, y que sólo pueden promover con eficiencia hombres que consagraron sus vidas a un
ideal superior. Pero si la República cumple una obligación estricta cuando atiende a la suerte de
aquellos hijos de los primeros pobladores de la tierra colombiana, víctimas aún de la vil trata en la
vigésima centuria de Cristo, realiza a la vez con ella otra obra de magna importancia, porque esa
será la vanguardia de la ocupación pacífica de vastísimos territorios, a donde aquellos obreros de la
civilización cristiana llevarán, con la insignia redentora, el tricolor amado de la Patria, que flameará
mañana, desde cumbres dominadoras, sobre las que hoy son sólo vastas y opulentas soledades.
Ni puede olvidarse que las casas de corrección para menores de uno y otro sexo, que
ordenaron crear las leyes penales y de policía hace decenas de años, son complemento
indispensable de la obra de la instrucción elemental, y que la incuria en tan importante labor, aparte
de que convierte las cárceles en institutos de corrupción para los menores que entran a ellas, está
promoviendo en una sociedad joven el desarrollo de un género de disolución pavorosa que ataca las
raíces mismas de la vida y que no se tolera ni en los centros de sociedades ya en decadencia.
Al pasar de la primera instrucción a la superior o profesional, debería atenderse con empeño
especial a aquellos ramos del saber que pueden contribuir con más eficacia al desarrollo de los
elementos naturales que posee el país para fundar su riqueza y promover su adelanto, y quizá
debería ocupar el primer lugar en esa instrucción, en pos de la que se dé en las Escuelas Normales
para la formación de maestros de que se carece, la enseñanza de la agricultura, dirigida por
profesores que, a los conocimientos teóricos reúnan aptitudes pedagógicas y el saber experimental
indispensables para crear seminarios de agricultores en donde se inicie la difusión de luces, que no
inmigran con los libros solamente, sino que han menester de los hombres que lograron obtener esos
conocimientos con largos estudios en sabios institutos.
Simultánea y paralelamente con tal empresa, que vendría a crear la riqueza territorial,
explotada hasta el presente en escasísima medida, se debería iniciar lo que es necesario
complemento de aquello y que apenas anda en comienzos desordenados: la apertura y mejoramiento
de vías de comunicación fluviales y terrestres, que dan su verdadero valor a los productos agrícolas
y que promueven el comercio en todas sus ramas.
No debe la Nación inmiscuirse en lo que, por disposiciones constitucionales y por ley
económica de la división del trabajo, compete a las entidades gubernativas de las secciones, ni los
recursos de que en el presente dispone le permitirían hacerlo; pero en el conjunto de las obras que
entran en su radio de acción, también es menester que se establezca un orden de preferencia, como
lo habéis hecho presente, Excelentísimo señor, para que lo emprendido sin plan previo no resulte
desconcertado y estéril. Sólo un consejo científico podría determinar, con la sanción gubernativa,
ese orden de los trabajos que se han de proseguir o emprender. De otra suerte diseminados los
recursos disponibles y esparcidos los esfuerzos no se llegará nunca, o se llegará muy tarde, a
coronar obras que la seguridad del país o su desarrollo económico demandan con urgencia.
Ni se ha de pretender que la República con los solos recursos tributarios del presente, lleve a
cabo cuanto exige su desarrollo material, y menester será buscar el auxilio de capitales extraños, ya
que el país no los tiene propios; pero no se pueden forjar a tal respecto engañosas ilusiones mientras
que el crédito nacional no convalezca de los rudos golpes que a cada instante viene recibiendo, y ha
de ser siempre valla infranqueable para toda operación de ese género la que señalen la dignidad de
la Nación y su autonomía absoluta, que no podrían subordinarse por consideración de ningún
género a intereses mercantiles, como no podría aceptarse tampoco lo que viniera a echar sobre los
hombros de las generaciones venideras una carga excesiva que ahogara sus iniciativas y energías.
Para adquirir y conservar el crédito, por otra parte, serían menester nuevos esfuerzos en la
implantación firme y no sujeta a veleidades, de un sistema monetario metálico, sin lo cual penderá
siempre sobre el país la amenazadora espada del papel moneda, mal que vino sobre él en hora de
crisis y desorden, pero que no puede perpetuarse ni sustituirse con otros en que la moneda feble
adquiera excesivas proporciones, lo que sería también germen de nocivas consecuencias.
El mejoramiento de los métodos administrativos supone, sin duda, el estudio metódico y
reposado de un sistema de descentralización que haga efectivo el pensamiento que inspiró la
Constitución vigente, y que por causas complejas no ha tenido hasta el día el desarrollo que sin
duda se esperaba habría de recibir.
Una administración central que tenga a su cargo desde los asuntos capitales de mayor
trascendencia para la Nación, hasta los departamentales y municipales de menor monta, en teoría es
absurdo que pugna con principios elementales administrativos, y en el hecho priva de una verdadera
y sabia administración esos intereses que deben estar en diferentes manos, de conformidad con
conocida ley económica que se impone más imperativamente, si se quiere, en países como
Colombia, de extensísimo territorio sin suficientes vías de comunicación.
Verdad es que de un golpe no se podría pasar en todas partes a la autonomía municipal plena,
tradicional en la raza española y baluarte poderoso de las libertades y derechos del pueblo, porque
desgraciadamente el deplorable retraso de la instrucción elemental hace que en no pocos lugares de
la República se carezca de personal apto para el desempeño de las funciones de regidores; pero
podría adoptarse un temperamento en que se hiciera una clasificación de municipios, a usanza de
otros pueblos y se les con-firieran diferentes atribuciones y derechos según sus categorías. Porque
es la verdad que toda organización administrativa que no estribe en la autonomía municipal
resultará defectuosa y carecerá de la fuerza que inicia eficazmente el adelantamiento general.
Mas nada de cuanto se lleva enumerado tendría valor alguno ni daría frutos efectivos para bien
de la República, si las libertades y derechos de los ciudadanos ora civiles, ya políticos, si la
agricultura, el comercio, la industria en sus diferentes manifestaciones y la Administración Pública
misma no tuviera como garantía y escudo, a la vez que como sabio y fiel ejecutor de las leyes, un
Poder Judicial en absoluto independiente, alejado de la refriega política, organizado y constituido de
tal suerte que ante él se inclinen todas las cabezas; de tal dignidad que ni malediciente boca se
atreva a proferir contra él una murmuración o una queja. Ya lo dijo el célebre historiador
refiriéndose al más libre y a uno de los más poderosos imperios del orbe: “Todo nuestro sistema
político y cada uno de sus órganos, el Ejército, la Armada, las dos Cámaras, todo ello no es sino el
medio de alcanzar un solo y único fin: la conservación de la libertad de los doce grandes jueces del
imperio”.
El orden interior de la Nación, su seguridad exterior, en lo material, penden en no poca parte
de la disciplina del Ejército, de su acertada organización, de la instrucción y educación del soldado.
Mas para hacer el elogio de los mejoramientos que en los últimos tiempos se hayan podido realizar
en este importantísimo ramo del servicio público, ni se ha de exagerar lo alcanzado, porque un fatuo envanecimiento es funesto, en ésta como en otras materias, ni es lícito olvidar ni deprimir a los
viejos soldados de la República que tuvieron brazos fuertes, para alzar siempre victoriosa la bandera
de Colombia, jamás arriada ante extraños en sus manos. Herrán y Neira, Mosquera y Arboleda,
Gutiérrez y Cuervo y Camargo, para no hablar sino de algunos que fueron y están ya lejos, lucirían
con honor en las páginas de cualquiera historia militar.
Dudoso es que el servicio obligatorio, tal como se impone a poderosas naciones que viven en
pie de guerra acechando el momento propicio para el recíproco aniquilamiento, sea el sistema más
propio de un pueblo que apenas esboza su desarrollo, que no aspira sino a la paz y armonía con sus
vecinos y con las naciones todas, y que si abrigara algún pensamiento de conquista sería el que se
cifrara en la colonización de su propio vastísimo territorio. Esa especie de servicio, en la forma hoy
existente, con excepciones pecuniarias que anulan la igualdad en cuyo nombre se impuso y que
hace desfilar por la atmósfera no siempre sana de los cuarteles a millares de jóvenes cada año, sin
que se alcance a darles en tan breve término instrucción militar digna de tal nombre, arrancándolos
a la familia, donde serían acaso indispensables, o al aprendizaje de un oficio o industria, a los cuales
las más de las veces no han de volver, tal sistema o ha menester de fundamentales modificaciones, o
debe ser abolido para sustituirlo con el enganche voluntario, usado en pueblos respetuosos de la
libertad individual y adoptado en Colombia con buenos resultados en otros servicios que también
pertenecen a la fuerza pública.
Y como iniciativa para dar instrucción al Ejército conforme a los modernos métodos no sólo
no se ha de paralizar sino que se le debe dar el desarrollo que quepa en los recursos del país, urge
reconstruir el personal docente con los profesores que los doctores en el ramo crean más adecuados
a las necesidades y elementos de que disponga la República.
Si el concierto de voluntades de la gran mayoría de los colombianos ha de hacer del territorio
nacional, ya para siempre, un campo abierto de actividad laudable, donde reconocidos iguales
derechos a todos los ciudadanos, amparados todos por una misma justicia, puedan recoger para sí
mismos como para sus hijos el fruto de su esfuerzo honrado y tengan título para intervenir en la
vida política de la Nación, en proporción a la fuerza de cada grupo político, como derecho de
ascender por su mérito y hombría de bien desde la más humilde de las posiciones hasta la más
encumbrada; si todo ello ha de afianzar la armonía de las inteligencias y el acuerdo de las
voluntades, no levantará nunca más ninguna de sus cabezas repugnantes la discordia y podrá ya la
Nación cuidar con fervoroso celo, mejor que antes, de aquellos bienes preciosos que constituyen
con la razón misma de su ser, la condición necesaria de su existencia.
La conservación de la integridad territorial; la guarda vigilante de cuanto se refiere al decoro y
dignidad de la Nación, que así imponen el deber de respetar la fe empeñada y cumplir los
compromisos que ella envuelve, como obliga a no aceptar ni tolerar nada que pudiera redundar en
detrimento de esos bienes, constituyen, como es obvio, la suprema de las funciones gubernativas.
En su ejercicio se ha de contar como atención cardinal la del cultivo de las relaciones con los
pueblos amigos y la protección a los naturales de ellos, que encontraron en Colombia siempre una
hospitalidad como no la dio más franca y generosa, país alguno, hasta el punto de hacer en no pocas
ocasiones a los extraños de condición mejor que la de los propios.
Mas, esa misma hidalguía no ha de confundirse en ninguna hora con la flaqueza de ánimo que
consienta injerencias indebidas en asuntos que competen a la jurisdicción soberana de la Nación que
como tal y por pequeñas que sean sus fuerzas materiales no puede admitir una condición de
inferioridad respecto de otra potencia, por grande que sea su poderío.
Buscó siempre Colombia, dando de las primeras el ejemplo de una conducta civilizada y
cristiana, el camino de arbitramento para decidir los disentimientos con Naciones amigas y vecinas,
como los litigios de otro género y en ese sistema habrá de perseverar cuando no logre realizar
acuerdos que den más rápida solución a las dificultades que pudieran presentarse. Y así como
muestra hoy su espléndida calma y su serena neutralidad en medio de turbulencias que
desgraciadamente afligen el suelo americano, confía en no apartarse de ese camino con la
protección de la Providencia Divina.
Si no son asuntos temporales, otros de más elevado carácter hacen que las relaciones de la
Sede Apostólica merezcan la atención preferente del Gobierno de Colombia, que así ha de querer
interpretar lealmente la voluntad de la Nación, ha de rendir constante y sincero homenaje de respeto
al augusto Rey inerme, cuyo imperio no tiene lindes y cuya autoridad soberana se extiende creciente
sobre todas las latitudes ralas y lenguas por el orbe terrestre. La paz de las conciencias que renació
el día fasto en que un verdadero hombre de Estado acertó a reanudar las tradicionales relaciones de
la Nación con el Sumo Pontífice, rotas en hora desgraciada, es el primero de los elementos del
orden que hoy reina en la República.
No un optimismo excesivo, ni una vana presunción ciegan a quien va a iniciar en este día las
tareas de un nuevo período de Gobierno. Pendientes hay graves cuestiones de diferentes índoles,
creadas en parte, en diferentes épocas, por irrespeto a las leyes o por menosprecio de la autoridad
del Congreso y es de temerse que el país sufra graves quebrantos por tales motivos.
Las dificultades con que habrá de tropezar la Administración desde sus comienzos, por otras
causas que no han de enumerarse ahora, de todos son conocidas: los recursos del Erario no son
pingües; compromisos nuevos exigen inmediata atención y mermarán en mucho los recursos
disponibles. No ha de pensarse pues, por el momento en grandes empresas y mientras la situación
del presente no se modifique, habrá de reducirse la obra administrativa a modestas proporciones, al
metódico recaudo e inversión de rentas, que más tarde dé con fruto medios de dar impulso paulatino
a las obras que con más urgencia requiera el país. Pero cualquiera que sea la magnitud de esas
dificultades, el Gobierno, libremente elegido por el pueblo, cuenta con el poderoso concurso de la
opinión que por movimiento espontáneo lo ha constituido, descansará confiado en la sabiduría y
prudencia de la Representación Nacional, con la cual ha de proceder acorde en todas las ocasiones y
procurará buscar la colaboración de las buenas voluntades de los hombres capaces, sin hacer
odiosas exclusiones que dañan siempre a la República.
Elevado, Excelentísimo señor, quien os dirige la palabra, a una posición que nunca ambicionó;
falto de las aptitudes especiales como de las inclinaciones de los hombres nacidos para el mando;
testigo desde edad temprana de lo efímero de entusiasmo y glorias políticas, inicia ahora la tarea
que le confió, sabiendo los peligros y amarguras de la vía que emprende. No son extraordinarios sus
propósitos: defenderá con firmeza la soberanía y derechos de la Nación; cumplirá la ley y hará que
se cumpla, cuando ello entre en la esfera de las facultades que se le confieren; respetará los
derechos todos de sus conciudadanos y hará que se respeten, no sólo en los centros más cultos, sino
hasta en la recóndita aldehuela y no sólo en los de los grandes y los fuertes, sino también muy
especialmente los de los desvalidos y pequeños; y cuando en día más o menos próximo, termine su
labor, sólo habrá aspirado a que sus compatriotas, si hubiere sabido hacerse digno de ello, le
disciernan, para legarlo a sus hijos, el título, tan modesto en las palabras, como hermoso y de gran
valía, que se lee en la necrópolis de Bogotá, en el humilde sepulcro de un soldado de la guerra
misma, el título de buen ciudadano».
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