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Laureano Gómez - Discurso de posesión presidencial 1950 | Kevin Bermúdez

Laureano Gómez – Discurso de posesión presidencial 1950

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Laureano Gómez

El juramento que acabo de hacer a Dios en vuestra

presencia, señores magistrados de la Corte Suprema y ante un egregio concurso de testigos, representantes esclarecidos de la nación entera, tiene un profundo significado que envuelve todo mi pensamiento sobre los deberes que asumo. Considero necesario y urgente que mis conciudadanos conozcan ese modo de pensar con exactitud inequívoca porque la certidumbre de los propósitos y la claridad de las intenciones en el manejo del Estado es grande parte para que el sosiego público se afiance en nobles motivos intelectuales y para que la obra de conjunto que la sociedad debe cumplir sea el resultado de una convicción ilustrada. Hombres libres y dignos como los que forman el conjunto de la nacionalidad colombiana tienen derecho de saber cuáles son las metas que la República persigue y los caminos limpios y eficaces por donde se les pide que transiten.

Quien acaba de prestar la promesa ante vos, Excelentísimo señor presidente de la Corte Suprema, es hombre de convicciones arraigadas que ha querido buscar durante el decurso de su vida la verdad y la justicia en el fondo mismo de los hechos sociales y políticos, sin satisfacerse con el mero cumplimiento de las formalidades externas con que el derecho positivo trata de interpretar, en la vida de relación de la sociedad, los eternos principios de la ley moral, consustanciales con la naturaleza humana. Platón la llamaba divina, definiéndola como la razón gobernadora del universo, existente en la mente de Dios, que no se ordena a un fin, sino que ella misma ordena todas las cosas a sus fines por los medios convenientes. Primordial a todas las regulaciones e instituciones de los hombres, no se modifica por ellas, sino que las anula cuando la desfiguran o adulteran.

Entre las dos legislaciones a que el linaje humano está sujeto hay una prioridad esencial que hace invalida la legislación positiva cuando trastorna los preceptos de esa ley moral que existió siempre y subsistirá mientras la naturaleza humana no cambie, vale decir, perpetuamente, a pesar de todos los intentos de la malicia apasionada o los desvaríos filosóficos para desconocerla. Pero esta ley es general, sólo abraza principios de costumbres y a lo sumo se extiende a las cosas que se siguen de esos principios por necesaria y evidente ilación; pero muchas otras cosas preciosas a la república para su recta conservación y gobierno, deben estar fijas en la legislación positiva. De su necesidad apremiante también hablaba Platón cuando decía que es necesario poner leyes a los hombres para que vivan según ellas, porque si vivieran sin leyes, nada se diferenciarían de las bestias feroces. 

La gloria jurídica de nuestra república consiste en que la Carta Fundamental y la universalidad de las leyes están inspiradas en el concepto cristiano de la vida del hombre y de la sociedad civil. Las gloriosas tradiciones de la patria estuvieron suficientemente ancladas en la conciencia del pueblo para poder resistir victoriosamente los embates con que se quiso colocar la nación sobre la resbaladiza pendiente de un materialismo pragmático cuya proclividad ineludible habría de arrastrarnos al aherrojamiento del estado marxista. 

Cuando se honró el nombre de Dios del preámbulo de la Constitución cuando se adulteraron los sabios principios que regían la sana y benéfica concordia entre las potestades civiles y las espirituales, cuando la juventud fue sometida en la universidad y en las escuelas normales a un desembozado magisterio de naturalismo y ateísmo, adelantaba un empecinado proceso de desfiguración del alma nacional y destrucción de nuestra noble Patria libre y cristiana, dándonos en cambio una estructura contrahecha que forzara al pueblo a transitar rencorosos caminos revolucionarios.

Pero la cívica cultura de nuestra nación no era superficial, sino tenía raíces fuertes y profundas. Por eso fue posible que el proditorio intento fracasara.

La conducción de la sociedad hacia sus fines es el más alto, temible y difícil empeño que puede presentarse a la inteligencia del hombre. Ello es lo que en el lenguaje común se denomina un buen gobierno. Al investigar sus características, en la celosa dilucidación de los motivos que lo hicieron posible, la historia despliega sus enseñanzas ejemplares. En ellas se encuentra una conclusión de importancia singularisima: las legislaciones positivas que los hombres han establecido en una incontable diversidad para la regulación de las naciones, jamás determinaron por sí solas el buen gobierno, del cual se encuentran ejemplos aun en aquellos pueblos que tuvieron leyes inicuas y aberrantes.

Por el contrario, la humanidad no ha conocido caso ninguno de buen gobierno sino donde el gobernante obedeció sin reticencias las leyes morales. En Colombia y en todas partes del mundo moderno, las leyes positivas son excesivamente numerosas. El temperamento casuístico sabe encontrar preceptos escondidos capaces de satisfacer todas las apetencias. Se han puesto en boga escuelas de interpretación jurídica en que los textos pueden no decir lo que en realidad contienen sino lo que una lucubración teórica determina. La confianza del pueblo ha de tener fundamentos sólidos y concretos no susceptibles de esfumarse entre la balumba de preceptos e interpretaciones.

Sobre la relativa eficacia de las regulaciones positivas para encarrilar las actividades del buen gobierno baste observar que el mismo pueblo que experimentó la beneficencia de Epaminondas, versado en las ciencias, cultivador del arte, satisfecho de su pobreza, ge-

neroso, prudente, fuerte en los peligros sin buscarlo, firme en sus convicciones e indiferente en medio de los partidos, soportó la demagogia de Cleón que Tucídides pinta audaz, en su notoria mediocridad, arrebatado y violento, hábil en fomentar el humor inquieto de los holgazanes; y Aristófanes exhibe sobre la escena como concusionario y venal, mina de latrocinios y abismo de perversidad. Con las mismas instituciones gobernaron el Estado figuras antagónicas.

No es menos digno de nota que la estructura política más robusta que conoce la historia, el Imperio de Roma, tuviese la gloria de sustentar las acciones prodigiosas del óptimo Trajano, la beneficencia de Adriano, padre de la patria, regenerador del orbe de la tierra, que interrogaba a su experiencia: “¿Qué es la paz? Una libertad tranquila. ¿Qué es la libertad? Inocencia y virtud”: o el gobierno de Antonino, justo, modesto, benigno, eficaz, pacificador y hacendista. La misma estructura sirvió de base a la desenfrenada demencia de Calígula; a la horripilante depravación del parricida, que después de haber sido cinco años el mejor de los emperadores degeneró en el más perverso. Y si buscamos en nuestra propia ascendencia racial descubrimos aquel Alfonso el Sabio, denodado y magnánimo, antorcha de su época y de las sucesivas por la sapiente juridicidad de las “Partidas”, cuyo generoso

corazón destella todavía su magnanimidad egregia en el “ no-made ja-Do” del escudo de Sevilla; o aquella singularisima mujer, de bondad excelsa pero de intrépido corazón sin desmayos, que primero extirpó la homicida violencia de sus estados, luego arrojó los moros 

invasores del suelo de la madre patria, para enseguida lanzar las carabelas sobre el océano ignoto en aquella proeza máxima de la historia a la que debemos formar parte de la cristiandad. Esos inmortales ejemplos se cumplieron antes de que el orgullo filosófico naturalista pretendiera haber encontrado fórmulas inertes y recetas pragmáticas para el logro de la dicha humana. 

Las anotaciones anteriores son oportunas para significar cómo estoy advertido de que la sola sujeción a las normas escritas, yertas y mudables, significa muy poca cosa ante la solemnidad augusta de prometer, como lo he hecho, el obedecimiento constante e irrestricto a las normas morales. Una meditación continuada de largos años me tiene convencido de que esa es la base imprescindible del buen gobierno, que no tolera excepción ni debilidad sin que al punto el edificio entero de los mejores propósitos se deshaga. En su aplicación antes procede inclinarse hacia lo estricto y exacto, que a la laxitud y el disimulo; mis actuaciones anteriores señalan esa tendencia. Quiero que el pueblo colombiano sepa que la promesa que he prestado me obliga, por mandato inexorable de mi conciencia, a una acabada limpieza de pensamiento y una celosa pulcritud de conducta.

Estoy aquí porque solicitado con instancia y repelido con acerbía por fuerzas opuestas, siendo notorio mi desamor a las posiciones de influjo, en los momentos decisivos actuó en mi contra la coacción moral y la vehemente amenaza de la física. No fue dable entonces hacer cosa distinta de acudir al campo del reto, que lo contrario hubiera sido cobardía y fuga. 

Con elevado criterio de jurisconsulto, señor presidente de la Corte, os habéis referido a los episodios singulares de la reciente crónica política. Por ellos pasé sin que en mí corazón quedé el dolor de las heridas, pues no siento haber recibido ninguna. No porque no hubiese acaso la intención de inferirlas, sino porque el constante estudio de la historia me tiene enseñado que tamaña acritud, en semejantes momentos, parece ser ley de la especie humana. Conociéndola, todo se explica. Explicándosela, sería contrario a la nobleza del espíritu dejarlo invadir por clase alguna de resentimiento o amargura. Con un alma fresca y alegre, cuya tranquilidad no inquieta ningún temor, y con una serenidad perfecta, no alterada por recónditos deseos de retaliación o desquite, puedo llegar ahora ante el ara de la Patria para ofrecer a su servicio una voluntad exenta de dolor.

En esta posición no tengo más compromiso que el de seguir la trayectoria de mi vida, que la nación conoce sobradamente. Quienes exigieron que ocupará la Primera Magistratura dieron su asentimiento a mis inequívocos afanes y han de colaborar, con vivo empeño, para que puedan ser realizados. A nadie se oculta que es obra ingente y muy vasta, imposible de realizar por un hombre solo. La norma suprema a que obedezco es la del bienestar común, que no puede lograrse nunca sobre bases de iniquidad. Todo propósito personal o de grupo está ausente de mis intenciones, y un acendrado culto de la justicia es el ideal perpetuo al que espero consagrar la totalidad de mis esfuerzos. Mis conciudadanos habrán de verme dedicado resueltamente a esta tarea. Acompañarme en ella jamás será servir a una persona ni a un partido, sino laborar por el decoro y el progreso de la república.

Invito a mis contemporáneos a cambiar el estilo habitual de nuestras actividades colectivas. Todos estamos convencidos de que pertenecemos a una nación en atraso considerable en muchos aspectos de la organización civil y económica. La vivacidad de la inteligencia general es apta para descubrir defectos y acumular críticas y censuras. En el intento de remediar las fallas aparece un vicio paralizante y funesto donde radica la ineptitud colectiva para el remedio eficaz de los males evidentes.

Ese vicio es la obsesión de la política, no en el noble y filosófico sentido del cultivo de la ciencia cuyos principios enseñan la mejor manera de obtener la seguridad y la prosperidad públicas, sino en el que más propiamente podría designarse “politiquería”, desapacible vocablo como la actividad que denota. 

Consiste en anteponer en el estudio de cualquiera índole de problemas la consideración partidista y en subordinar la adopción de las soluciones a los intereses y conveniencias de la parcialidad. Nuestro país está enfermo de “politiquería”, y ese estilo debe cambiarse.

Porque lo que viene ocurriendo es que se han hecho derivar las nobles instituciones del Estado, adulterándolas, hacia la exaltación y preeminencia de los politicastros — otra palabra ingrata y también adecuada—, quienes adueñados de los puestos de comando de la sociedad, con el estrépito de sus alegaciones ahogan los reclamos de los demás sectores de la población, incomparablemente más numerosos, reales ejecutores del trabajo efectivo y creadores de la riqueza pública. Pudiera hablarse de una mínima casta dominadora cuyos intereses han de pasar antes y primero que los restantes de los ciudadanos. Pero es notorio que su actividad es estéril para el bien público y su predominio ha establecido un desequilibrio intelectual y moral, contrario a la naturaleza de las cosas.

El conocimiento suficiente de la historia colombiana y la meditación detenida sobre las causas del atraso nacional descubren esta aviesa preocupación en la raíz de todos los infortunios públicos. Desde los días iniciales y en medio todavía de los fulgores de la epopeya emancipadora, el morbo partidista hizo su siniestra aparición disfrazado con un servil acatamiento de textos escritos, redactados ya con tendenciosas miras y olvido funesto de la gloria y las conveniencias de la república. Tan vehemente fue el mal desde su aparición, que el voto supremo del libertador moribundo fue para que cesaran los partidos y se consolidará la unión del pueblo. En las rencorosas agitaciones del pasado siglo, causa de las execrables guerras civiles, siempre se encuentra la nefasta preponderancia de los móviles particulares sobre la justicia y las conveniencias comunes.

Tal dañosa y aciaga alteración del espíritu regulador de las actividades políticas ha estado actuante en el país sin intermisión basta los días más recientes en que todos los hombres de esta generación vimos el ensayo óptimo de cordialidad y de entendimiento entre los partidos, el régimen de Unión Nacional implantado por el Excelentísimo señor presidente Ospina Pérez sin paralelo entre todas las repúblicas por la generosidad sorprendente de su concepción y la limpieza de su práctica, sucumbir a los implacables e insidiosos embates de que fue objeto desde el principio por quienes formando parte de él no lo consideraron sino como posición transitoria, adecuada para restablecer el exclusivismo político que había afligido a la nación en el tiempo antecedente.

No debe vacilarse en señalar el mal donde evidentemente se halla. No es la libertad la que nos conduce a la verdad, sino la verdad la que nos hace libres. La libertad del hombre no es un lujo superfino, sino el asiento de la dignidad, porque nos hace responsables de que hagamos bien o mal nuestro quehacer en cada circunstancia.

Este concepto de la libertad responsable es básico en la función del Estado. Cuando se disfruta de esa digna libertad, la vida del pueblo se engrandece. ¡Cuán distinta es de aquella euménide, que hacía estremecer a Arboleda, en ocasión como la presente, porque su nombre había sido profanado por labios tan impuros, había servido de pasaporte a hombres tan bajos y tan viles; había convertido tantos jardines en yermos y tantos edificios en escombros; había hecho derramar tanta sangre y tan inocente, que cuando la invocaba alguno, había que empinarse para ver llegar al tirano detras del pregonero!

En la actividad del Estado nada hay fecundo si no preserva celosamente y magnífica la dignidad de persona humana, con lo que se consigue que los ciudadanos de la misma nación se respeten recíprocamente y puedan amarse. Necesitamos sustituir con una amistad leal y sincera entre los colombianos los habituales, deprimentes ímpetus de división y de resentimiento. 

Aristóteles decía que cuando los hombres son amigos no tienen necesidad de la justicia; mientras que cuando son únicamente justos, necesitan también de la amistad. El pensamiento del filósofo adquiere la plenitud de su eficacia vital iluminandolo con sus propios conceptos, según los cuales la verdadera amistad es la existencia entre hombres de bien y semejantes en cuanto a virtud, porque ellos se desean bien recíproco para certeza del bien propio. La ciudad no es dichosa por una causa y el hombre por otra, pues la ciudad no es otra cosa que muchos hombres reunidos en sociedad para defender mutuamente sus derechos. El derecho consiste en la distribución de las funciones, con cuyo cumplimiento cada individuo conspira a realizar el bien del conjunto.

La ordenación de la razón para el bien común, imperativa norma de dirigentes y legisladores, ha solido ser eclipsada por la superchería política. Se ha sustituido la función por su representación, dando al aparente, estricto cumplimiento de las meras formalidades externas, la categoría fundamental correspondiente a los principios inalterables del orden moral, con los que esas formalidades pueden no coincidir o interpretarlos malamente, pero que en ningún caso los reemplazan.

Nuestra historia está plagada de innumerables posturas de fingida sumisión al texto legal, con las que se han cohonestado atropellos y abominaciones. Insisto en que la transformación del estilo en la vida colombiana necesita anclarse en piso firme y conocido para que el cambio sea benéfico y duradero. 

Por eso mi obligación primordial consiste en que no subsista duda alguna sobre cuanto intento y procuro. 

El ejercicio del gobierno es un ponderoso deber dirigido al servicio de la justicia, al sostenimiento de una seguridad imperturbable y a la protección eficaz de los legítimos derechos de los asociados. Para cumplir este programa el paso inicial es el de

restablecer en nuestra sociedad el respeto inviolable por la vida humana, caído en torpe menosprecio, cuando quiera que se imaginó en el Estado la posibilidad de cumplir fines políticos, prefiriendo la salvaguardia de los derechos humanos, fin esencial de su constitución. El espectro de la violencia homicida ha aparecido en la historia colombiana siempre que se creyó que el hipócrita respeto de los formulismos podía sustituir la obe-

diencia de las obligaciones morales, y que pagando el diezmo del eneldo y de la yerbabuena y del comino, que acaso ordenan los códigos, podían olvidarse la justicia y la buena fe prescritas en las leyes eternas.

El homicida es el primer enemigo de la sociedad. Sabiéndolo tal, el gobierno hará caer sobre él todo el peso de la autoridad pública y quien prive de la vida a su semejante no espere ninguna clase de disimulo o benevolencia, excusándose en servicios políticos, en

fervorosas adhesiones, ni en arrebatos pasionales. La lastimosa situación de nuestra república, desangrada por la violencia, requiere un restañamiento inmediato. Ninguna duda puede abrigarse de que se cumplirá este designio por lo que a las autoridades ejecutivas concierne.

Aquí aparece como esencial, la colaboración de la Magistratura, de quien me permito implorarla con vivas y rendidas instancias. Ciertas teorías de un sentimentalismo dañoso se han aguzado para conseguir la impunidad, olvidándose de que la benevolencia con el delincuente es impiedad atroz con la víctima y que la desproporción entre el atentado y la justa vindicta es nefasto abono del crimen.

En la revitalización de las instituciones compete inmensa parte a la magistratura, porque es notorio que el vicio a que refiriéndome he venido no se detuvo en los umbrales de la Casa de la Justicia, sino penetró en ella con altanería y en el sagrado recinto de los estrados causó un perjuicio devastador. La toga de la justicia no puede deslustrarse sobreponiéndole esclavina de insignia política, sin convertirse en tedioso disfraz que hace del magistrado un reo y un abusivo del servidor político. Cerrar el paso con rigor implacable a tamaña corruptela, de la que se han presentado casos infaustos, es la colaboración eminente que ahincadamente solicitó del noble personal de los jueces colombianos para que la sociedad pueda reposar tranquila en la certeza de una recta administración de justicia.

Característica del nuevo estilo ha de ser la impoluta pulcritud de la administración. Los funcionarios que no se sientan dispuestos a restringir su deseo de proventos a las asignaciones estrictas señaladas a la respectiva función y quieran aumentarlos con gajes o adehalas derivados del mal ejercicio de su influencia, deben retirarse del servicio público, porque ni la apariencia del cohecho puede ser consentida. Quienes negocien con el Estado sepan que el corruptor régimen de las comisiones ocultas les llevará a la cárcel, si son nacionales y si son extranjeros, además, al extrañamiento.

Se exigirá inexorablemente la diamantina limpieza de los funcionarios, pero ella sola no ha de ser bastante sino que debe buscarse la capacidad. Si los empleos ennoblecen a los ciudadanos, también puede el ciudadano ennoblecer los empleos, y no tendremos un Estado eficaz mientras sus servidores se contraigan a la monótona rutina de un oficio sin alma. 

El organismo de la administración debe ser operante y eficaz para resolver con presteza los negocios, no para retardarlos, buscando en cada caso, por mínimo que sea, el cumplimiento de la justicia y la protección del ciudadano. La burocracia no debe ser medio de participar en el reparto de los recaudos fiscales, sino colaboración inteligente y animosa en la magna y robusta empresa del engrandecimiento nacional, que no puede cumplirse con una suma de ineptitudes y desidias, sino con la integral de las capacidades nacionales avivadas por el fuego de un inextinguible amor a la patria.

Vano sería imaginarse que estos limpios propósitos pueden ser realizados sólo con la formulación de preceptos y con la vigilancia externa y coercitiva de las autoridades.

Si de la raíz profunda del sentimiento general no arrancan los motivos de la transformación, el esfuerzo será efímero y los resultados sólo aparentes. Preciso es limpiar la mente popular de las punzadoras malezas del materialismo histórico que degradan la persona humana y, abatiéndola, la entrega inerme al castigo de las tiranías colectivistas. La propaganda envenenada no debe oscurecer en los entendimientos las sublimes nociones de la dignidad del hombre, de la alteza de fines de su vida y de la incoercible libertad de las almas para lograrlos. Deben arrancarse de los corazones ingenuos las cizañas del odio, que en ellos sembró el enemigo nocturno y amenazan sofocar la cosecha del bien con la agrura del resentimiento. Pero esta redentora tarea de regeneración de los sentimientos íntimos del pueblo, espiritual por antonomasia, no puede ser acometida con éxito sino por aquellos ministros que Dios diputó para la conducción de las almas. Ahí está para la labor sacerdotal una mies abundante. La Iglesia es benemérita de la cultura nacional. 

De la salvajez aborigen fueron los misioneros quienes rasgaron los tupidos velos, iluminando comarcas lueñes y salvajes con redentora luz. A su amparo se fundaron nuestras primeras universidades y la lámpara de los estudios humanísticos, jurídicos y científicos siempre estuvo encendida en la fecunda paz de los claustros, para hacer posibles las generaciones de la Expedición Botánica y de los fundadores de la república. Son sus representantes en la actualidad los que más cerca llegan al alma popular y los que ante ella conservan incólume prestigio.

Cuando se trata de ennoblecer los sentimientos generales, cimentar la paz en una sólida concordia entre los habitantes, conseguir la mejora de las condiciones de vida de la porción desvalida de los ciudadanos y buscar, en la cooperación inteligente de los esfuerzos, resultados que no pueden alcanzarse con actividades aisladas, la influencia sacerdotal tiene un campo prodigioso de acción para el beneficio colectivo en el consejo, en la guía, en el amparo y en la beneficencia, en apartar las multitudes desprevenidas de las agitaciones

estériles a que se las incita para explotarlas, en laborar por la corrección moral y el bienestar material de los individuos, que es la célula vivaz y segura de la grandeza colectiva. La patria espera con ansiedad la intensificación de este apostolado sublime, de donde resultarán bienes inmensos y bendiciones incontables.

Para esta labor universal de limpieza y eficacia jamás podría prescindirse de la colaboración, en primer grado, de las mujeres de Colombia. A ellas dirijo en estos momentos, con fervor encendido, mis palabras suplicatorias para una ayuda decidida. Consideramos a la patria como un vergel caído en abandono, como un Huerto que el vendaval abatió y donde el helado granizo causó destrozos. Es preciso recuperarlo para que produzca de nuevo brillantes flores de virtud y frutos abundantes de bondad y de misericordia. Nada más indicado para esta labor santa y preciosa que el celo  que desborda del generoso corazón de la mujer y la inefable eficacia de sus manos suaves y diligentes.

La madre con sus hijos, la hermana con el hermano, la amada con el ser que le consagra sus pensamientos, la esposa con el varón particionero de su suerte y afanes, la voz amante de la mujer llegará siempre a la intimidad profunda de la conciencia masculina y sobre ella actuará con mejor influjo que otra cualquiera sugestión. Si en su música inigualada lleva la inspiración del recto proceder en la labor diaria, de la nobleza del trabajo, de las satisfacciones imponderables de la justicia y de la probidad, de la entereza para dominar in-

fortunios y la magnanimidad para libertar el espíritu de los venenos del resentimiento, pondrá para la paz colectiva los fundamentos esenciales y será labradora eficacísima de la transformación de la vida del pueblo y sembradora munífica de la alegría creadora, de que

andamos menesterosos.

No se ignora la esperanza intensa y luminosa que alimentó en la juventud. Para el cambio fundamental que me obsesiona confío en el arranque generoso y pulquérrimo que anima los juveniles pechos. La ingrata vida que hemos traído y que no padecieron, no los ha envenenado con el acíbar de sus heces, ni el desabor de las desilusiones aprisiona el ímpetu de su corazón en el hielo del desencanto. Su fe en la vida y en el porvenir de la patria no ha recibido aún heridas atroces y para la grande acción renovadora es necesario tener fe. Preciso es que los jóvenes eleven sus aspiraciones a los objetivos más altos y en un afán de superación, renovado todos los días, busquen por los caminos de la virtud y

la sabiduría el galardón debido al mérito.

Han de encontrar en las escuelas universitarias serio y austero ambiente científico que los haga idóneos y responsables, eliminado también de allí el moho partidista que deslustra y marchita las instituciones más puras, pues la universidad seguirá el alto derrotero de la escuela de Pitágoras, que buscaba formar hombres y ciudadanos y no visionarios y sofistas. Cierren los jóvenes los oídos a las incitaciones de los hombres caducos que quisieran tenerlos como cauda para que se perpetúe con ellos la desventura a que la patria fue

arrastrada. Limpien sus ánimos de los resquemores y recelos que han venido causando la infelicidad colectiva, y dejen henchir sus corazones del ímpetu conquistador de más fecundos horizontes. Abandonen como metas el rutinario ejercicio profesional o el aburguesamiento burocrático para buscar en el acendrado cultivo de las ciencias, en las iniciativas fecundas de la industria, en el trabajo realizado con una perfección intachable, la excelencia de la labor que exige el nuevo ritmo del vivir nacional. Sepan ser la legión de sangre nueva y alma regocijada que acabe con la tristeza de la patria.

¡Cuántas óptimas expectativas radican en la falange de los educadores! El trabajo cotidiano, arduo y silencioso de maestros y maestras, orientado con el noble designio de purificar la mente popular y crear el anhelo de una vida tranquila, fundada en la paz y la concordia, permitirá imprimir en el alma dócil de los infantes la preocupación de la grandeza de la república para que los hombres del próximo futuro tengan ese apremiante afán como suprema norma de sus actividades. 

La virtud de las alas consiste en llevar lo que es pesado hacia las regiones superiores donde alientan divinas esencias de todo lo que es bello, bueno y verdadero. Los educadores deben fortificar las alas del alma de los niños y amaestrar sus argentinas voces en el canto de la dicha que la bondad produce. Cada escuela ha de ser un templo de elevación espiritual y su multiplicidad factor ingente de la transformación ambicionada.

De la imprescindible necesidad de las armas en el Estado decía Cervantes que “las leyes no se pueden sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se amparan los caminos, se despejan los mares de corsarios y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas” . Para el caso colombiano debe anotarse que a la lealtad y heroica decisión de las Fuerzas Militares débese la salvación de la cultura tradicional y que nuestra nación no gima ahora bajo la tiranía comunista. Como recompensa de tan señalado servicio el pueblo debe procurar que su ejército disponga de los medios técnicos adecuados para su cabal eficacia.

Cuando Colombia fue grande, corrieron sus bajeles la aventura del mar, trayendo de horizontes lejanos laureles al altar de la patria. Corroída por la discordia la nación se retrajo luego de aquellas empresas de varonía. Signos de favorable cambio y prueba decisiva de los beneficios de la cooperación está en que su bandera, en apretado haz con las de naciones hermanas, surque el océano al tope de la flota mercante, con resultados positivos. La ejemplar disciplina y la técnica y estricta preparación de los marinos son realidad enaltecedora y firme esperanza de realizaciones insignes.

Tampoco el aire ha sido esquivo al esfuerzo nacional. Las alas de Colombia, guiadas sabiamente por administradores y pilotos expertos, han sabido dominar los vientos de otras latitudes y llevar nuestras insignias a las primeras capitales del mundo. Las fuerzas aéreas cumplen su ardua misión con intrepidez y coraje, y los caballeros del aire emulan en bizarría con los de la tierra y el mar.

La seguridad pública exige imperativamente la conjugación de dos hechos: la irreprochable conducta de los agentes de policía y el respeto riguroso de los ciudadanos a los agentes de la autoridad. De lo primero está encargada una misión británica de alta capacidad.Es lo segundo, el cumplimiento de una moción elemental de orden, sin lo cual la cultura civil es inconcebible.

La ciudadanía debe estar advertida de que no puede haber tolerancia para ese irrespeto.

Para la copiosa muchedumbre de colombianos que en la fatiga cotidiana de los talleres y la intemperie realizan el conjunto del trabajo nacional, dedicará el Estado afanes solícitos, porque constituyendo la mayor parte de la población su mejor asistencia realiza el propósito del bien común para el mayor número posible.

No se conocían en Colombia iniciativas tan importantes como las que la última administración deja en marcha. Continuarlas es un propósito irrevocable.

Habéis sido justiciero y exacto, Excelentísimo señor presidente de la Corte Suprema, en el examen de la prodigiosa labor cumplida por la última administración. El porvenir repetirá las bendiciones del pueblo para el egregio mandatario que inició los planes de sanidad rural y dio realidad a los de construcción de viviendas para campesinos y obreros, y tantas otras empresas fecundas y generosas que habrán de proseguirse utilizando en su incremento las lecciones de la experiencia. Sé que el problema primordial radica en la insuficiencia alimenticia de las clases laborales. Una técnica intensificación de la cunicultura puede poner

rápidamente el uso de la carne al alcance de extensas zonas de población que la desconocen prácticamente, y el aprovechamiento de la feracidad tropical en nuevos cultivos debe remediar la exigua ración al alcance de los humildes.

También el seguro social que ha comenzado a prestar servicios eminentes en las regiones donde ha sido implantado debe extender sus beneficios sin ocasionar desequilibrios en la economía industrial ni en la pública. Todo se adelantará con un noble criterio de cristiana solidaridad y de justicia distributiva.

Al paso que el Estado se preocupa del mejor estar del campesino es apremiante la ayuda de éste para modificar las pésimas condiciones de la labor agrícola.

Nuestros suelos están tratados del modo como los musulmanes lo han hecho con las comarcas que invadieron. El norte de África, asiento de próspera cultura en los primeros siglos de esta era, es hoy un erial de recuperación casi desesperada. El suelo fértil es una entidad que hay que cuidar y acariciar con diligencia para que no se agote. Pero nuestro trabajador agrícola, entregado a la rutina y falto de dirección previsora y experta parece empeñarse en la rápida destrucción de la capa vegetal.

Con la inconsiderada tala de los bosques, se extiende sobre el territorio la atroz amenaza del desierto. Con los surcos de cultivo invariablemente dirigidos según la línea de mayor pendiente se ayuda al siniestro trabajo de la erosión, sombra maldita que acompaña la inexperta labor del campo. Empeórase el daño porque la tierra se martiriza con quemas incesantes dilapidando en humo sustancias cuya transformación daría fertilidad renovada. Al ver la turbidez de las aguas de nuestro gran río surge el pensamiento melancólico de que allí se está yendo al mar, sin retorno, la fertilidad del territorio.

Por circunstancias económicas que el Estado debe modificar, casi la totalidad de la población colombiana está encorvada sobre los suelos arrancando las especies arborescentes para fuego de los hogares. Así adelanta una pavorosa devastación forestal, cuando el subsuelo es probadamente rico en combustibles minerales que además del mercado interno tiene una intensa solicitación exterior. Resueltos los problemas de la explo-

tación mecánica, los transportes y los embarques, obtendría la nación nueva y considerable fuente de monedas extranjeras, con la ventaja insigne de la diversidad de su origen.

La siembra de árboles, como un empeño decidido oficial y particular; el cultivo según las curvas de nivel y con ayuda de la terraza, la limpieza de los terrenos con medios mecánicos, el empleo de los abonos, la selección de semillas y la rotación de los cultivos, uno y otras aconsejados técnicamente, lo mismo que la selección de los rebaños y las greyes, aparecen como objetivos concretos para conseguir la transformación de las industrias agrícola y pecuaria, llamadas en corto tiempo a la más halagüeña prosperidad. Anhelo que en el campesino se despierte un generoso amor a la tierra para tratarla con atención inteligente y no con avaricia exhaustiva.

Parte muy considerable del bienestar público reposa en una sólida industrialización. Los progresos realizados ya son visibles y alentadores. Aumentar la producción disminuyendo sus costos permitirá extender los mercados internos con beneficio de los asociados y acudir con éxito a los internacionales. El progreso industrial requiere la estabilidad de las regulaciones económicas. El comercio, inspirado en principios de moralidad estricta y libre de la desleal competencia del contrabando — que será reprimido enérgicamente— facilitará el desarrollo próspero de la economía nacional. 

El secreto de esa prosperidad radica en vencer las dificultades geográficas hostiles al aprovechamiento del territorio, transformándolas en fuentes creadoras. Las ásperas cordilleras andinas obstruyen la circulación de los hombres y los productos, mientras por sus vertientes resbalan aguas inútiles que pudieran generar luz y energía para los pueblos dormidos y las tristes aldeas. Acequias y arcaduces sustituyéndose a álveos arbitrarios, llevarían la fertilidad a los yermos, y la esmeralda viva de los sembrados será la recompensa de la labor inteligente.

Entre las obras públicas, la opinión coincide en señalar como las más urgentes las vías de comunicación. 

La mayor suma de recursos posible se destinará a resolver pronta y técnicamente ese grave problema.

Es imposible enumerar soluciones y propósitos para la incontable multitud de problemas de una administración que las exigencias de la vida moderna acrecen día por día. Espero que lo dicho sea bastante para caracterizar una especie de nuevo estilo en el manejo del Estado. Probidad y técnica, siempre y en todo.

Nunca aceptar consideraciones distintas del bien público en el manejo de los intereses comunes. Aspiro a que, generalizado ese criterio, nuestra Patria reconquiste el prestigio de alta civilidad que tenía antes de recibir tan graves mancillas.

Reconstruida internamente nuestra República sobre bases firmes y austeras, acaso nos sea dable aparecer entre las demás naciones de la tierra honrados en nuestra pequeñez y fuertes por la integridad moral de nuestros propósitos, para colocarnos sin ninguna vacilación del lado defensor de la soberanía e independencia de los pueblos y de la libertad y dignidad de los hombres que la tiranía comunista destruye.

Los Estados Unidos están enviando la vanguardia de su juventud a una lucha sangrienta en defensa de esos principios, y mi espíritu no quedaría satisfecho si en estos momentos mis labios dejaran de pronunciar las palabras de admiración y reconocimiento por el heroico esfuerzo que se hace para salvar la civilización. 

Miembros de una cultura definida, de la que estamos justamente orgullosos, con la patria de la progenie y con las naciones que se desprendieron como frutos opimos de ese tronco robusto, anhelamos estrechar los sagrados lazos filiales y fraternales. Y con las naciones limítrofes, que formaron parte de nuestra propia historia y vida, queremos cultivar los más estrechos vínculos de cooperación y de amistad.

A la generación a que pertenezco tocóle conocer la república con austero y noble perfil cincelado por una libertad responsable y justa en el ejercicio de la autoridad pública y en el acatamiento de los ciudadanos.

Por desgracia, cuando individuos de esa generación tomaron las responsabilidades del mando, con apariencias de innovación, retrocedieron a esconder en simulaciones legalistas los principios de libertad y orden, básicos de nuestra cultura jurídica. Igual cosa había pasado en desastradas y turbulentas épocas anteriores. Utópicas ideologías desalojaron de la legislación y el gobierno, las normas de equidad en que el bienestar común se cimienta y fueron origen de incontables guerras y desgracias, mientras en el infausto ensayo nuevo desbarataban la armoniosa estructura constitucional de la república troquelada en las enseñanzas del padre de la patria, entregándola inerte a la devastación revolucionaria.

A punto estuvimos de que se realizará la tétrica visión de Bolívar en la hora de su desencanto: “Colombia convertida en un pueblo frenético, que por no entenderse inmoló su gloria, su libertad, su existencia”.

Del regreso del despeñadero, acaso exenta ya mi generación del deshonor de haber realizado el lúgubre vaticinio, es dable evocar los manes augustos del libertador, tutela próvida en el empeño decidido de fundar la unión de todos los hijos de la patria como lo anhelaba su genial pensamiento sobre una serena justicia y un insomne afán de alcanzar la gloria de la república. Los hombres no somos sino briznas de yerba en las manos de Dios. Quiera su mano omnipotente salvar a Colombia.

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Kevin Bermúdez

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