Eduardo Santos Montejo
«Excelentísimo señor presidente del Congreso:
Honor máximo, superior a todo merecimiento, es el que confiere la democracia a uno de sus hijos .1 elevarlo a la Primera Magistratura, pero con ser tan excepcional y grande es, sin embargo, inferior a la responsabilidad que implica y cuando se discierne, como es el caso en Colombia, por la libre voluntad ciudadana, representa tal suma de confianza, que para corresponder a ella bien poca cosa son la vida entera y la total consagración a la labor encomendada. De ahí que el juramento que en este augusto sitio se presta constituya el más sagrado de los compromisos humanos y el agradecimiento infinito que lo acompaña acreciente el anhelo de justificar aquella confianza con obras capaces de merecer la aprobación de los pueblos, única y suprema recompensa a que puede y debe aspirar el gobernante.
Estos sentimientos con que llego a altura tan excelsa como peligrosa, se intensifican al recordar a los varones que desde los días heroicos y gloriosos de laIndependencia han prestado ante los representantes de la nación el juramento que hoy presto y han gobernado a Colombia en condiciones diversas, con capacidades muy distintas y desigual prestigio; unos con gloria fulgurante, otros con tranquila eficacia, algunos con escasa fortuna o con errado criterio, pero todos con decoro que ya nadie discute. Entre los presidentes de Colombia no ha habido ninguno cuya imagen pueda ser reemplazada. por negra mancha como la de aquel Dogo a quien se considerara indigno de figurar en la galería de los gobernantes venecianos. Si al entrar a sucederlos evoco con vivo respeto la serie ilustre de mis predecesores y envío un cordial saludo al ciudadano que hoy deja el poder con la satisfacción justísima de haber servido honrada y eficazmente a la Republica, quiero especialmente recordar al varón egregio que, respaldado por su prestigio inigualable, estaría hoy aquí recibiendo nuevamente la consagración nacional, si una suerte cruel no lo hubiera arrebatado prematuramente a la Patria, que nunca ha de olvidarlo.
Para honra de todos, sigue siendo exacta la hermosa frase de Ricardo Becerra, pronunciada en este mismo sitio hace más de medio siglo y que con tanta oportunidad habéis recordado, porque tiene una honda significación: el pueblo colombiano, al elegir a sus mandatarios, “no ha comprometido jamás la dignidad de su obediencia”. Esa noble afirmación, tan exacta hoy como hace cincuenta años, constituye para mí, un nuevo compromiso e ilumina el lazo, fuerte y puro, de nuestra continuidad histórica.
De esa continuidad en que yo creo, porque al través de los cambios que los tiempos y las nuevas ideas imponen, va desarrollándose la vida colombiana en impulso ascendente, en generoso esfuerzo lleno de alegrías y amarguras, de fracasos y éxitos, al través de los cuales el trabajo y el sacrificio de muchas generaciones ha ido forjando la Patria y engrandeciéndola. Continuar la historia de Colombia, procurando aprovechar la obra del pasado y todas las posibilidades del presente para asegurar un futuro mejor y facilitar la tarea de quienes hayan de sucedemos, es noble y necesaria empresa a cuyo servicio he de poner la totalidad de mi existencia, con íntima y sincera modestia, pero también con entusiasmo infatigable.
Quiera Dios, quieran las sombras protectoras que aquí me acompañan, darme fuerzas suficientes para asumir tamaña responsabilidad y para hacerme digno de tanto honor.
Los actuales momentos son para Colombia de honda transformación. Atravesamos una etapa decisiva en que, abiertos ampliamente los caminos del progreso, se definen las posibilidades de nuestra nacionalidad, se afirman sus características y se inicia para nosotros una nueva era histórica. Los avances realizados en los últimos años suscitan las más variadas esperanzas, pero crean también incontables problemas y multiplican las dificultades. La gente colombiana, que ha despertado a la clara comprensión de sus necesidades, intensifica cada día sus reclamos y aspiraciones, aguijoneada por un sentimiento de inconformidad que ha reemplazado a la pasividad resignada de antaño. Todo ello, que es condición insustituible de progreso y bienestar para los gobernantes y prueba vigorosa de la vitalidad de un pueblo, puede ser también tortura para los gobernantes, por la desproporción evidente entre las necesidades que deben satisfacerse y los recursos con que para ello se cuenta. Grande ha sido en todos los órdenes el progreso colombiano, pero a medida que ascendemos son más vastos los horizontes y se advierte más claramente la inmensidad de cuanto nos falta.
Seria presunción insensata pensar en que puede realizarse la obra anhelada en los estrechos límites de una administración. Para ello, muchas serán necesarias. Lo esencial hoy es que no haya pausa en la tarea de procurar el bienestar del pueblo colombiano y de armarlo, con eficacia creciente, para la lucha por la vida, tarea que es preciso adelantar con tanta energía y empeño como sentido de las proporciones y de las realidades, ya que nada es tan fácil como formular peticiones cuya magnitud en veces es comparable tan solo a la irresponsabilidad que las inspira.
Es innegable que la enorme desproporción entre las necesidades y los recursos obliga a poner en las aspiraciones una fuerte dosis de prudente paciencia, a pesar de que por fortuna atravesamos una era de orden y de holgura fiscal, quizá sin precedente en Colombia. ¡Constituye ello altísimo timbre de honor para la administración que hoy concluye, que pudo no solo liquidar un superávit presupuesta! en cuatro vigencias consecutivas, sino que, con éxito esplendido, realizo una reforma tributaria de incalculable significación. Gracias en parte muy considerable a esa reforma, a una acertada gestión oficial y al desarrollo general del país, los recursos con que hoy cuentan el Estado, los departamentos y los municipios han crecido en proporciones muy considerables, pero si es cierto que permiten realizar una gran labor, siguen no solo siendo inferiores a las necesidades existentes sino que en manera alguna alcanzarían para el cumplimiento de multitud de leyes en que se decretan gastos, sin duda justos, pero que no guardan relación con nuestras capacidades fiscales.
Si comparamos el Presupuesto colombiano con los de países menos fuertes que el nuestro (ya que sería inútil compararlo con esa inmensa mayoría de naciones en donde son brumadoras las cargas fiscales), se advertirá una diferencia que no puede ser juzgada favorablemente sino por quienes consideran los gravámenes y contribuciones como castigos impuestos por la autoridad, o como exacciones de odioso carácter. Otro muy distinto es su verdadero sentido. Impuestos y contribuciones no son tan solo la manera de que el capital y el trabajo retribuyan al Estado las garantías y protección que él les brinda: son también la cooperación que los hijos de un país prestan al progreso colectivo y en este sentido constituyen la verdadera materialización del sentimiento patriótico; son la par-
ticipación equitativa que están obligados a entregar a la colectividad colombiana quienes aprovechan de nuestras riquezas naturales. Para los grandes industriales y capitalistas el impuesto es, a más de todo esto, una inversión inteligente, porque al proporcionar al
Estado la manera de impulsar el progreso general y el bienestar colectivo, ensancha el campo de los negocios y ofrece nuevas posibilidades a las industrias. Y por sobre todas estas consideraciones prima la de que el constituye la justificación moral del capital. Razo-
nes de ética indiscutible lo obligan a contribuir de manera creciente y efectiva a la obra que el Estado tiene que realizar en bien de la Nación entera y provecho directo del inmenso número de quienes, sin fortuna apreciable y las más de las veces en completa pobre-
za, son, sin embargo, los más abnegados, constantes y decisivos creadores de la riqueza nacional.
Afirmar y completar la reforma tributaria, velar por el exacto recaudo de los impuestos y contribuciones, a fin de que nadie en estas materias pueda defraudar al Estado; combatir tenazmente el contrabando como el peor ataque al comercio honrado, como un fraude into-
lerable al Tesoro; y velar también porque impere en los gastos un criterio de eficacia y de orden, porque los dineros públicos se inviertan con escrupulosa probidad, sin que puedan malgastarlos y menos en provecho propio, quienes de ellos estén llamados a disponer o
hayan de manejarlos, será una de las tareas principales del nuevo gobierno, que sin traspasar los limites mas allá de los cuales los impuestos y contribuciones se convierten en traba para el desarrollo de la riqueza publica, o en injusta exacción, se empeñará con incan-
sable tenacidad en que el capital contribuya en proporciones cada día más justas, más efectivas y fecundas, al mejoramiento de la vida colombiana.
El país va orientándose con seguro criterio en cuanto se refiere a vías de comunicación; que por mucho tiempo fueron, con razón, la principal de sus preocupaciones. En lo esencial esta ya definida la red troncal de carreteras que ha de ser el sistema circulatorio de la Nación y constituiría un plan inteligente el de concentrar los esfuerzos en su completa realización y perfeccionamiento, sin tratar de multiplicarlas desmesuradamente, mientras no esté concluida en forma acorde con las exigencias de un tránsito intenso y con las caracte-
rísticas que exigen las grandes carreteras modernas, una red de vías esencial, que responda a lo que debe ser la que ligue entre sí y con el exterior a las grandes
regiones colombianas.
La experiencia y los estudios demuestran que esa red esencial comprende las vías que unen a nuestra frontera de Venezuela con nuestra frontera del Ecuador y ligan nueve de nuestras capitales; la que, de Cúcuta, por Ocana y a lo largo del Departamento del Magdalena llegará hasta Riohacha; la que comunique esta gran carretera con las distintas regiones de la Costa Atlántica, por Fundación y Santa Marta y se una con las carreteras del Atlántico y con las que en Bolívar van a Montería, a Cartagena y de Magangué al puerto de Tolú, asegurando en todos los tiempos una rápida y segura comunicación que hoy no existe allí; las que liguen a la Carretera Central con el rio Magdalena en El Banco, Gamarra, Barrancabermeja y Puerto Berrio; la gran vía que enlace la Carretera Bolivariana con las vías antioquenas y con el mar; las que vinculen a Quibdó y a Istmina con el resto de la Republica, que son de urgencia inaplazable : la de Cali a Buenaventura; la que ponga a Barbacoas en conexión con las vías nacionales; la que anude de la manera más practica las
tierras huilenses y las tierras caucanas, la de Cali a Ipiales, ensanchada y mejorada y la que nos lleve de Nariño al rio Putumayo. Este plan, completado por las vías que vinculen al centro del país los territorios nacionales, está en ejecución y cuenta con el asentimiento unánime. En su realización se está trabajando y muchas de sus secciones están ya concluidas, a punto de concluirse o ya debidamente estudiadas. Su completa terminación es cosa que esta fácilmente al alcance de las posibilidades nacionales en un futuro inmediato, si para ello se concentran los recursos indispensables, sin pretender dispersarlos en un número excesivo de obras que quedarían todas inconclusas o deficientes. No sería discreto multiplicar los caminos carreteables mientras no hayamos; asegurado en condiciones satis-
factorias la realidad de una gran carretera, digna de ese nombre que sirva de fecundo lazo de unión entre todas las regiones colombianas.
El que ello constituye una empresa de magnitud considerable debe estimular el deseo de principiar a realizarla en breve. Sus consecuencias serían inmensas, no solo por reducir considerablemente los gastos de conservación, que hoy alcanzan niveles elevadísimos, sino porque al facilitar el tránsito acelerándolo e intensificándolo, desarrollaría en forma maravillosa la industria automoviliaria, que hoy tropieza en Colombia con tantos inconvenientes y a la cual están ya vinculados diversos y considerables intereses. De ella deriva su subsistencia un numero cada día mayor de compatriotas, para quienes aquella obra, por todos conceptos necesaria, representaría un beneficio incalculable.
En materia de ferrocarriles, la muy discreta Ley 204 de 1936 concentro los esfuerzos en forma que va produciendo todo su resultado. Dentro de dos años estará concluido el troncal de occidente llamado a tener tan decisiva influencia en el desarrollo económico nacional. Está asegurada en buenas condiciones la prolongación del ferrocarril de Aguaclara a Tumaco, con lo cual sus servicios aumentaran considerablemente; y concluida la vía a Neiva, podrá impulsarse más la obra proyectada en el ferrocarril del Norte. El plan de ad-
quirir para la Nación el ferrocarril Ambalema – Ibagué merece toda la atención del Gobierno. Pero seguramente en materia de ferrocarriles la obra que parece imponerse con mejores razones es la que, eliminando la solución de continuidad de Armenia a Ibagué realice sobre la base de los más completos estudios, la conexión de toda la red ferroviaria nacional existente.
La tarea requerida en los distintos aspectos de las obras publicas se facilita no solo por la excelente organización que ese despacho ha alcanzado en sus diversos ramos y por el buen éxito creciente de los métodos y practicas seguidos en la administración de los Ferro-
carriles Nacionales, sino también por el concurso, jamás debidamente alabado, de los ingenieros colombianos, abnegados y eficaces servidores del progreso patrio, cuya obra lie podido apreciar a todo lo largo del territorio nacional y a quienes me complazco en rendir
un homenaje de cordial aplauso.
Tarea análoga a la que se está haciendo en obras publicas deberá acometerse en el ramo de Correos y Telégrafos, que es preciso convertir en una grande empresa de servicio público, manejada con criterio de técnica que se inspire exclusivamente en el propósito de atender los intereses generales con rapidez y eficacia, en forma no expuesta a comparaciones depresivas y que demuestre efectivas capacidades de organización disciplinada.
Como complemento necesario de las vías públicas, urge prestar atención intensa a los puertos marítimos, insistir en la obra que se está realizando en el Atlántico y que allí presenta ya a nuestras ciudades costeñas en forma que nos enorgullece y aprestigia y en el Pacifico hacer de Buenaventura una ciudad digna del papel que le corresponde, transformarla en la forma exigida a la vez por la justicia y por las más claras conveniencias nacionales, y llevar a cabo en Tumaco obras de imperiosa urgencia. Nuestros pueblos son la presentación de Colombia en el exterior y si ellos no responden a lo que Colombia es y debe ser, constituirán una causa de desprestigio permanente, incompatible con el buen
nombre de nuestra Patria.
Característica esencial de Colombia, quizás la que mejor define su personalidad y asegura su porvenir, es la de que constituye una Nación de ciudades. Pasan de veinte las que a lo largo de nuestro territorio van creciendo con ritmo semejante al de su capital benemérita, que hoy celebra su cuarto centenario rodeada del afecto del pueblo colombiano, que la mira con justo orgullo y vasta esperanza. Esos núcleos de población y de cultura garantizan el desarrollo armónico de la Patria y han de permitir a todos sus habitantes gozar de los beneficios reservados en otros lugares a quienes residen en absorbentes metrópolis. Es necesario robustecer aquella característica, prestando constantemente a las ciudades colombianas el decisivo concurso nacional, colaborando con las entidades departamentales y municipales en el sentido de asegurar la ejecución satisfactoria de sus planes de progreso, cooperando en cuanto tienda a darles vida e importancia.
Al hacerlo, debe ante todo cumplirse el deber de acudir con generoso sentimiento de fraternidad en apoyo de aquellas ciudades que sean víctimas de grandes infortunios. Así se ha hecho en el pasado, así seguirá haciéndose y así se hará, prestando a la noble ciudad de Túquerres, tan serena en su inmensa desventura, un apoyo digno no solo de lo que ella es y representa, sino también de lo que la solidaridad patria exige.
En discretas frases habéis aludido al anhelo descentralista que se ha hecho sentir siempre entre nosotros y que responde a claras características nacionales, porque si es cierto que todo concurre a asentar sobre bases inconmovibles la unidad colombiana, no lo es menos que la enorme extensión de nuestro territorio trae consigo variedad de aspiraciones, de problemas y aun de maneras de ser, claramente perceptibles. Cuanto tienda a robustecer, la natural autonomía de las secciones, a eliminar toda mortificante tutela centralista sobre actividades que pueden y deben desarrollarse libremente, a incrementar y vigorizar la vida propia de las regiones, no solo en lo administrativo sino también en lo económico y cultural, ha de tener en el Gobierno un celoso defensor.
Las dificultades que en el particular pudieren presentarse hallaran de seguro solución adecuada, dentro de un espíritu de comprensión que busque la equidad y el mutuo provecho lejos de cálculos egoístas y sobre el terreno del patriotismo en el cual todas las diversas aspiraciones pueden y deben armonizarse.
Si tiene grande importancia cuanto se refiere a los distintos aspectos del progreso material que deben ser directamente atendidos por la Administración Pública, el momento actual exige que se atienda y se piense, ante todo, en lo que constituye la esencia misma de la economía nacional: el desarrollo de nuestra producción, el conocimiento exacto de nuestras riquezas naturales, su aprovechamiento, inteligente y científico, y, sobre todo, la defensa eficaz del hombre colombiano en cuanto tienda a proteger su trabajo y su industria, a prepararlo en todos los órdenes para que pueda prosperar y afrontar en condiciones favorables la lucha por la existencia, a abrirle las puertas de la cultura y a hacerle conocer todos los beneficios de la educación, a defender su salud, a proporcionarle oportunidades
efectivas, a regular sobre bases de justicia y de orden las relaciones entre el capital y el trabajo.
Cierto es que las grandes vías de comunicación son como las arterias indispensables a todo organismo y deben conservarse en estado satisfactorio, pero lo esencial es que la sangre que por esas arterias circule sea rica y sana y demuestre una poderosa vitalidad; lo esencial es que los esfuerzos progresistas tiendan, en todos los campos, al mejoramiento de la condición de nuestros compatriotas. Contra ciertas teorías que quieren hacer del Estado un dios implacable al cual debe sacrificarse, nuestra democracia aspira a que el Estado tenga como su fin supremo respetar los fueros inalienables del hombre, tratando incansablemente de dignificarlo y fortalecerlo, de hacerlo cada vez más libre y más apto para alcanzar y disfrutar de los bienes que la vida ofrece y más capaz para defenderse contra los rigores de la suerte.
La agricultura, fuente de la riqueza colombiana y ocupación preferente e insustituible de nuestro pueblo, requiere el apoyo creciente del Estado. De rutina laboriosa que antes era se ha convertido en ciencia regida por el laboratorio necesitada de constantes estudios y experiencias, que deben abarcar desde las condiciones del suelo hasta la naturaleza misma de los cultivos y la inteligente distribución de los productos.
En ese campo se impone una vasta labor de investigación científica, puesta al servicio de los agricultores colombianos; un desarrollo intenso de la enseñanza agrícola, que no solo proporcione los especialistas necesarios, sino que difunda extensamente entre los agricultores de todas las categorías los conocimientos indispensables para que el trabajo sea eficaz y productivo. Organismos técnicos, que solo el Estado es capaz de sostener en la magnitud debida, tienen que velar por nuestra agricultura con la implantación de métodos modernos, con el ensayo de cultivos, con la lucha contra epidemias que en ciertos casos constituyen inquietante amenaza, con la distribución inteligente de los productos, y esa tarea ha de acometerse con recursos muy superiores a los que basta ahora se le han destinado, en escala mucho mayor y concediéndole toda la importancia máxima que tiene, sin olvidar su doble aspecto. Al lado de los frutos, de exportación, cuya suerte está vinculada al comercio internacional, está la producción, cada día más importante, destina-
da a atender el consumo interno y a, asegurarle mercados, con tanta preocupación por el interés de los productores, como por el no menos legítimo de los
consumidores.
Todo lo que a la producción nacional se refiere está ligado por nexos que unen entre si sus distintos aspectos. La agricultura es una de nuestras industrias, la primera y más importante de todas; las que están vinculadas a la riqueza del subsuelo, el petróleo y el oro principalmente, parecen estar en vísperas de alcanzar extraordinario desarrollo y las que generalmente se califican de industrias propiamente dichas, han tomado en los últimos diez años un auge sorprendente, que: será cada día mayor.
Constituye todo ello el conjunto de la economía nacional, cuya protección, impulso y defensa necesita hoy en proporciones no sospechadas una vigorosa in-
tervención del Estado. Con el fin de procurarlo me permití solicitar del Congreso la autorización para organizar un despacho ejecutivo que, con medios suficientes y alta categoría, permita al Gobierno asegurar la colaboración de competencias de primer orden y ejecutar debidamente la labor requerida en los diversos campos, evitando que sus iniciativas estén condenadas al fracaso por escasez de recursos o entrabadas por la
complejidad de problemas de diversa índole. Razones de orden y método, por una parte y de auténtica defensa patria, por otra, aconsejan y exigen que la producción nacional, en sus varios aspectos y el conjunto de nuestra economía sean atendidos por una organización homogenea, con un criterio de eficiencia y que tengan a su servicio todos los recursos de la técnica, la fuerza que las varias especializaciones producen y un vasto, conjunto de elementos cuya carencia es hoy notoria.
En cuanto al aprovechamiento de las riquezas de nuestro subsuelo, el criterio del Estado no puede ser otro que el de combinar los dictados de la justicia y el respeto a los derechos legítimos con la defensa incontrastable de los intereses públicos. Sobre aquellas riquezas tiene la Nación un título indiscutible; podría decirse que constituyen el patrimonio esencial y común del pueblo colombiano. Si sobre ellas en muchos casos tienen los intereses particulares derechos que no se discuten, posee también la Nación, en todos los ca-
sos, claros derechos. De países de tipo semicolonial en cuanto se refiere
a la explotación de esas riquezas naturales, calificaban algunos pensadores a los del Nuevo Mundo, basándose en situaciones de otras épocas, desaparecidas definitivamente. No ha de volver a existir entre nosotros ese tipo de semiprotectorado en que la fuerza de capi-
tales o poderes extraños colocaba al país en situación subordinada, más o menos precaria. La industria y el capital extranjeros serán bienvenidos entre nosotros, pero sobre la base estricta del obedecimiento a nuestras leyes y autoridades y el respeto sincero y cons-
tante a nuestra soberanía. Sobre la base de que existen derechos colombianos, colectivos e individuales, de primordial significación y de que nuestra organiza ción oficial, en cuanto hace a la defensa de esos intereses, tiene el volumen, la capacidad y la autoridad suficientes para asegurar la defensa de esos intereses y la garantía de todos los derechos, sin que puedan admitirse principios distintos sobre la manera como se explotan las riquezas naturales en poderosos países y la manera como ello se hace en nuestra Patriad Nadie puede pensar que sea Colombia ni colonia, ni país de tipo semicolonial, sino Republica soberana e independiente, plenamente consciente de sus conveniencias fundamentales y capaz de hacer valer sus prerrogativas con toda firmeza y eficacia. Esa doctrina inmodificable, que contempla tanto el respeto a los derechos ajenos como el mantenimiento de los propios, es la única que puede inspirar el criterio de las leyes y de los actos oficiales, dentro de un sano nacionalismo cuya legitimidad nadie podría desconocer.
En muchos de sus aspectos la economía nacional tiene que desarrollarse bajo el signo de la protección. Los perfeccionamientos de la industria moderna y el poderío del capitalismo obligan a los países incipientes a defender sus industrias contra fuerzas que de otra manera las arrollaría reduciéndolas a la triste condición de paupérrimos consumidores de lo que otros producen. Intensificar la producción nacional es la única manera de intensificar la riqueza colombiana, pero para ello tenemos que proteger resueltamente los es fuerzos que se basen en las realidades de nuestra tierra, dando así trabajo a nuestras gentes, permitiendo el aprovechamiento de nuestras posibilidades y la debida utilización de los productos propios de nuestra zona. La política proteccionista tiene que ser no solo mante-
nida sino completada y para lograr ese objeto solicitara el gobierno las medidas legislativas que considere oportunas y que en ciertos puntos están ya sometidas a la consideración de las Cámaras. Si el objeto esencial de nuestra política es servir al hombre colombiano y mejorar su condición y ofrecerle amplias oportunidades al amparo de generosas ideas de libertad y de genuina democracia, es evidente que debemos amparar su debilidad contra el extraño poderío que, en el momento actual, quizás podría realizar muchas cosas mejor que nosotros, pero no con nosotros ni para nosotros; podría convertirnos en espectadores melancólicos de grandes empresas ajenas que utilizan nuestro suelo para beneficio de extraños y amargura y apocamiento de propios.
Pero la política proteccionista, al fin y al cabo, implica ante todo un sacrificio que un pueblo se impone a sí mismo para desarrollar directamente sus riquezas y para ponerse en capacidad de aprovechar sus productos naturales. Se crea así una especie de sociedad entre el pueblo y las entidades industriales y comerciales que directamente se benefician de la producción; de ahí la necesidad de que esas entidades se despojen de todo egoísmo malsano, aseguren con largueza el bienestar de sus obreros, que tienen derecho a aprovecharse directamente de la prosperidad de esas empresas y contribuyan, además, en forma apreciable, a los gastos con que el Estado intensifica el progreso nacional.
Se quitará así a la protección el odioso carácter de privilegio excesivo para determinada clase social, se reafirmará el principio de solidaridad y de participación que debe animar a la política proteccionista, y, al mismo tiempo, por el fortalecimiento de la Nación y de las industrias irá haciéndose posible la reducción paulatina del sacrificio impuesto a los consumidores, con la disminución equitativa de la diferencia que exista entre el precio de los productos nacionales y el de los productos similares de la industria extranjera. Quienes se duelen de que el Estado intervenga demasiado en este aspecto de la economía nacional, no pueden olvidar que una industria protegida vive tan solo por efecto de esa intervención traducida en disposiciones aduaneras y que esa circunstancia tiene consecuencias lógicas de alcance imprescindible dentro de un régimen democrático.
Pero la intervención no es ni puede ser, tutela imperiosa, ni menos traba que todo lo dificulte o amenace y coarte toda iniciativa, sino cooperación cordial, defensa de los intereses permanentes de la colectividad, llevada a cabo con un criterio de simpatía y de respeto.
Compañera inseparable de esta política de intensificación de la producción nacional tiene que ser la que vale incansablemente por la defensa de la raza, por cuanto tienda a mejorar la condición del pueblo colombiano, dándole salud, educación, protección adecuada de sus intereses, ayuda efectiva para su trabajo y para su vida. Tal es el objetivo que he perseguido al procurar que se dé categoría de Ministerio del Despacho a las secciones de la Administración Pública destinadas a lograr esos fines y que han de colaborar con el Mi-
nisterio de Educación en la inmensa tarea de defender al pueblo colombiano contra la ignorancia y contra la opresión, contra las enfermedades y la miseria. En líneas paralelas a las que siga el desarrollo de la riqueza publica, ha de progresar la labor que tienda a mejorar la situación de los colombianos pobres, de esa enorme mayoría de nuestro pueblo que espera todavía los beneficios elementales de la civilización.
Este Ministerio de Trabajo, Higiene y Protección Social puede y debe ser el comando desde donde se libre la interminable batalla en pro de la justicia social, que no ha de ser patrimonio de agitadores sino constante e intensa preocupación de patriotas y cuyas proyecciones abarcan la totalidad de la vida colombiana.
Casi todos los problemas sociales en nuestra zona están íntimamente ligados con los problemas sanitarios: el medio en que vivimos no solo aconseja, sino que impone, una intensa labor de higiene que contrarreste las durezas del clima y disminuya en forma creciente los flagelos que amenazan la salud y la vida de nuestros compatriotas. La política demográfica que constituye la obsesión de muchas potencias, en nuestra tierra de tan crecida natalidad tiene que concentrarse en la lucha contra la pavorosa mortalidad infantil, que anula los vigorosos efectos de aquella: en un esfuerzo permanente y eficaz por defender a la madre y al niño. Seria innecesario enumerar las campañas sanitarias que el país reclama y que son otras tantas banderas no solo de defensa de la raza sino de utilización eficaz de las energías del pueblo colombiano tan menguadas por
múltiples dolencias.
Estrechamente vinculado a esas campanas esta cuanto se refiere a la habitación obrera y campesina que constituye uno de los más grandes y urgentes problemas nacionales. Ellos deben ser objeto de una atención preferente del Estado y de estrecha colaboración entre la nación, los departamentos y los municipios, porque no son cosa de mero interés local sino problema colombiano de proporciones insuperables y están pidiendo con voz clamorosa que se acometa sin vacilaciones su metódica resolución. Pero si los problemas higiénicos y sanitarios constituyen en estas materias sociales la parte más importante y efectiva, y tienen que abarcar desde las condiciones higiénicas de la fábrica hasta la misérrima condición del campesino aislado en sus montañas, hay muchos otros aspectos en que se requieren iniciativas vigorosas y reformas sustanciales que favorezcan por igual el conjunto de los trabajadores colombianos, a todas las clases medias obreras y campesinas, a las que es preciso dotar de una serie de instituciones encaminadas a servirlas y a protegerlas.
El movimiento cooperativista, intensa y enérgica mente apoyado por el Estado, fomentado con tenaz empeño, será insuperable elemento de progreso y bienestar para los trabajadores de toda clase. Las cooperativas que constituyen una de las formas más nobles y prácticas de la solidaridad, en sus distintos aspectos, pueden servir con admirable eficacia a los pequeños agricultores y a los empleados, a los negociantes modestos y a los obreros de las más variadas categorías. El Gobierno ha de prestar a ese movimiento un entusiasta y constante apoyo, solicitando para ello del Congreso los medios suficientes.
La Caja de Seguro Social es otra institución que ha producido maravillosos resultados en varios países y que, por la asociación del Estado, de los patronos, de los empleados y obreros, asegura los recursos indispensables para atender necesidades esenciales de quienes no tienen una fortuna personal que los respalde.
Seria pretender que el Estado por si solo pudiera conceder todas las múltiples garantías que la vida del trabajador exige. Por justa que esta fuese, se estrellaría en el escollo insalvable de la falta de recursos. En cambio, la Caja de Seguro Social y las Cooperativas, con el apoyo del Estado, si pueden crear en poco tiempo en Colombia las garantías que el trabajo necesita y darlos medios para asegurar la debida asistencia médica, para resolver el problema de la habitación, para dar a la familia la tranquilidad que un seguro de vida
implica, para defenderla contra la usura, para ponerla cada vez más al amparo de los azares de la existencia y para crear en todo sentido lazos de solidaridad que
fortalecen como ningunos la noción de patria y le dan no solo su verdadero sentido, sino también su indispensable fecundidad.
El pensamiento íntimo que debe guiar las actividades sociales de un régimen democrático, no se reduce a crear situaciones de pasajero bienestar; debe procurar la seguridad; poner a los trabajadores al amparo de la arbitrariedad y del capricho en forma tal que nunca puedan ser lesionados, simplemente porque así lo quiera quien pueda sentirse con fuerzas suficientes para hacerlo.
Ello da caracteres de justicia inaplazable a la ley de carrera administrativa que ponga a los empleados del Estado al abrigo de la injusticia y los haga beneficiarse de las garantías concedidas a los empleados particulares. Colombia necesita crear un servicio civil de la mayor eficiencia y de la más auténtica capacidad. Convertido el Gobierno por muchos aspectos en una grande empresa, necesita de servidores preparados para realizar eficientemente su trabajo, que le dediquen todo su tiempo y que, por su competencia, por su probidad y su lealtad sean colaboradores eficaces en las tareas oficiales. El Estado tendrá que exigir cada día mejores condiciones a sus empleados, pero ello mismo lo obliga a darles un estatuto que no solo les asegure su estabilidad, sino que les permita ascen-
der y mejorar en la medida de sus capacidades, que los ampare en los días de la inutilidad o de la vejez y que proteja también a sus familias. Por mi parte, haré cuando me sea posible para lograr que esa carrera administrativa sea una realidad y represente al mismo tiempo que una perfecta garantía para los empleados públicos, una garantía para el Estado, por la sólida creación de un servicio civil comparable al que ha hecho la grandeza de otras naciones.
Para cuanto se refiere a las relaciones entre el capital y el trabajo y a los conflictos que en esa materia puedan surgir y a la manera de solucionarlos, el Gobierno que hoy se inicia tiene un criterio claro, amoldado a las doctrinas generosas y justicieras del liberalismo. Ni lucha de clases, ni privilegios, ni opresión, venga ella de donde viniere; esfuerzo constante porque impere la justicia sin demagogia, porque se busque la armonía de fuerzas que se destruyen en la discordia y porque la vida del trabajo se desarrolle en Colombia bajo el signo de la cooperación y de la ley, sin que los débiles estén nunca sujetos al egoísmo de los poderosos, sin que la violencia anárquica perturbe el desarrollo ordenado de las actividades nacionales, ni la imposición tumultuaria reemplace los principios jurídicos y los mandatos legales que deben ser única norma de vida en una sociedad civilizada.
Para tratar tan delicadas cuestiones hay que huir con igual firmeza de dos tendencias contrarias: la inclinación reaccionaria e inhumana, hoy tan alarmantemente difundida en el mundo, a calificar de comunista toda reivindicación proletaria y basta las más justas y modestas aspiraciones de los trabajadores; y el prurito interesadamente demagógico de alzarse de hombros ante ciertos caracteres que suelen asumir las agitaciones sociales negando y desconociendo los peligros que encierran para la tranquilidad de la Nación y aun para los mismos intereses de los asalariados.
Así procurara hacerlo con tranquila entereza y con permanente espíritu de justicia el Gobierno que tendré el honor de presidir.
Es el sindicato una fórmula de defensa de los trabajadores cuya legitimidad no puede discutirse, como no pueden discutirse tampoco los beneficios que de él se derivan para quienes lo integran. Es una forma de asociación, intachable en su esencia, que permite a los débiles compensar su debilidad con su organización y con su número. La justicia que todos los espíritus superiores anhelan, no es por desgracia en la humanidad fruto de germinación espontanea; es, al contrario, y lo más a menudo, un bien que se conquista con rudo esfuerzo y con tenaz empeño. Tras de ese bien han ido los sindicatos. Y solo simpatía y respeto merece ese esfuerzo de los trabajadores por mejorar sus condiciones de vida. A
más de legitima arma de defensa y de mejoramiento, el sindicato como elemento de orden, puede facilitar extraordinariamente la organización del trabajo y dar bases sólidas, claras y estables a las relaciones entre patronos y obreros. La Constitución Nacional y las leyes colombianas reconocen el derecho de los trabajadores para sindicalizarse y no puede haber espíritu republicano que pretenda desconocer o menguar ese derecho esencial de la personalidad humana.
¿Pero podría decirse que las actividades sindicales en Colombia no han ofrecido ni ofrecen ningún motivo de inquietud, que no requieren atención por parte del Estado y que la manera como en muchos casos se ha ejercido el derecho de huelga no puede ser motivo de legitima preocupación para los asociados? ¿Tiene el Gobierno algo que hacer en este campo o puede dejar que las cosas sigan tranquilamente su curso sin esforzarse por corregir errores o por conjurar peligros? El gobierno que hoy termina ha gozado de la sim-
patía y confianza de los sindicatos y por ello, cuando habla de estos problemas, sus palabras tienen autoridad insospechable. Al estudiar yo las actividades de ese gobierno y sus declaraciones sobre la cuestión sindicalista, tropiezo con afirmaciones que no podría ig-
norar sin incurrir en grave falta.
Al dirigirse el señor Ministro de Gobierno al Congreso Sindical de Cali, decía en nombre del Gobierno:
“El sindicalismo revolucionario, el sindicalismo anarquista, el sindicalismo confesional, el sindicalismo político, en una palabra, no tienen cabida en la democracia. Toda acción sindical con un fin político, es una corrupción del sistema social. Porque es una corrup-
ción, sus consecuencias han sido funestas para la clase trabajadora, cuando quiera que se ha dejado conducir por ese trágico camino sembrado de utopías, poblado de desastres y rematado a la postre con el triunfo de una reacción opresora”.
Y no puede menos de establecerse una relación lógica entre estas afirmaciones tan justas y exactas y las que encuentro en el informe del señor director del Departamento de Justicia del Ministerio de Gobierno, correspondiente al presente año: “La Ley 83 de 1931, dice ese informe, prohibió a los sindicatos toda injerencia en actividades de bandería. Todas las organizaciones sindicales reconocidas como personas jurídicas han consignado esa prohibición en sus estatutos, pero en la práctica no ha sido fiel su observancia. Mas no se trata de un vicio sustancial sino de un desvío momentáneo, debido a la labor de penetración de algunos elementos que por razones doctrinarias no ven en los sindicatos sino instrumentos aptos para la toma del poder y adecuado escenario de la lucha de clases.
“En el seno de los sindicatos no han triunfado las aspiraciones del mayor número, sino los propósitos de una minoría disciplinada, docta, autoritaria, oportunista en la táctica e indiscutiblemente adversa a la ideología liberal que finge defender para el mejor éxito de sus planes.
“Artificialmente se ha tratado de estimular en Colombia una lucha de clases que no se compadece con la realidad nacional, porque nuestra rudimentaria cultura económica no ha provocado todavía las profundas escisiones que separan grandes masas de hombres en
naciones más adelantadas. Lo que nosotros hemos dado en llamar lucha de clases, no es otra cosa que indisciplina, ligereza, carencia de sentido social y muchas veces desacato del orden y desconocimiento de la autoridad legítima. “Los últimos ocho años han sido de iniciación, de experiencias más o menos afortunadas, de provechosas conquistas y de no medianos desaciertos. La era que sigue debe ser de disciplina, de depuración, de cordura, de serenidad, de dirección responsable, sin alardes demagógicos ni claudicaciones reaccionarias.
“Debemos reconocer, sin pesadumbre, que los trabajadores colombianos no han sacado de los derechos sindicales todo el partido que debieran. Acaso no sean ellos los responsables, sino los que maliciosamente han torcido su criterio o los han dejado huérfanos de dirección en los momentos más difíciles”.
Así se plantea en documento oficial del mes pasado, la situación que ha creado en Colombia en los últimos años la intervención en los sindicatos de la política extremista.
Son incontables los documentos en que el Gobierno anterior ha llamado la atención al país sobre un problema que hay que mirar de frente y al cual hay que dar soluciones claras y precisas. No hace mucho convoco aquella administración una conferencia de Gobernadores e Intendentes, que bajo la Presidencia del señor ministro de Gobierno estudio todo el pano-
rama nacional, analizo la situación presente y los problemas del porvenir y condeno las conclusiones a que llego en un documento que es un verdadero grito de alarma, en el cual se piden, hasta con cierta ansiedad, correctivos para situaciones que inquietaron profundamente a esa junta.
Entre otras cosas, decía ella al jefe del Estado: “Queremos llevar respetuosamente a conocimiento de Su Excelencia que la junta de Gobernadores hubo de tropezar en sus deliberaciones más de una vez con el problema que significa este nuevo género de industria
que es la explotación de los demagogos, comunistas o no, ejercida sobre la pobreza e ignorancia de las clases obreras y campesinas. Hay ciudades donde existen comités permanentes de huelga, encargados de organizar las de todos los gremios que quieran acudir a sus servicios. ¿Es esta la huelga, derecho obrero reconocido por la ley para reclamar mejores condiciones de trabajo, la huelga legal, normal y justa? Al lado de tal industria, confundiéndose con ella, florece la organización comunista que pretende adiestrar al obrero para la toma revolucionaria del poder por medio de huelgas, y que necesita darles a todas ellas un carácter agudo o delictuoso, contra el cual es necesario que el Estado democrático y republicano se precava y defienda. Como conocemos las ideas de Su Excelencia a este respecto, no dudamos en ofrecerle toda nuestra colaboración para poner término a esta monstruosa explotación del proletariado colombiano, en cuanto del ramo Ejecutivo dependa, con las facultades legales que hoy existen, y en recomendar al Congreso, como ya lo hizo el Gobierno central, la aprobación de medidas que reglamenten la huelga, que la tornen a ser un instrumento normal de reivindicación justiciera y la sometan a un procedimiento regular que no implique, como ocurre ahora, una perturbación en la vida económica del país y una permanente amenaza política contra el régimen”.
Y como la situación que la Junta de Gobernadores denunciara no solo no tuviera solución satisfactoria, sino que pareciera intensificarse en muchas partes, la administración López valerosamente aboco el problema presentando en sus postrimerías un proyecto de ley tendiente a reglamentar el derecho constitucional de huelgas y a reemplazar el desorden por la autoridad y la anarquía por la ley. En la correspondiente exposición de motivos, los ministros que llevaban la voz del Gobierno, hacen las declaraciones siguientes*. “Nuestro pueblo ha carecido hasta hoy de un elemento institucional que oriente, aclare y defina sus propósitos.
Acaso en este únicamente estriban aquellos movimientos de las masas trabajadoras que tienen efecto perturbador y nocivo sobre la vida de la sociedad. Si las huelgas, por ejemplo, han llegado en veces a términos desaforados, e incluso a convertirse en enfermedad y mal epidémico y —especialmente para los trabajadores ruinoso y debilitante— no es por otra razón sino porque el Estado dejó de su mano y olvido adoctrinar y ordenar por medio de normas claras y operantes a un pueblo que se debate animosamente en busca de su bien-
estar legítimo, pero que carece de una dirección sabia, autorizada y suficientemente enérgica”.
Yo quiero que el país medite en cuales son las obligaciones de un Gobierno que al estudiar la situación que su predecesor le entrega, encuentra que este, con suprema autoridad, le advierte que altísimos principios democráticos están en peligro de desvirtuarse con daño esencial para los trabajadores y serias amenazas para la Nación. Encuentra planteada en un proyecto de ley, la necesidad de evitar el abuso de la huelga y de impedir que la política comunista y socialista perturbe el desarrollo de las actividades sindicales, sacándolas de su órbita propia, para llevarlas a terrenos en donde solo pueden cosechar un amargo e inmerecido fracaso.
No podría mi Gobierno cerrar los ojos a esa situación, ni hurtar el cuerpo a esponsabilidades que debe asumir; pero quiero declarar solemnemente desde aquí, y en la forma más categórica, que calumniaran a este Gobierno quienes pretendan acusarlo de enemigo de las clases trabajadoras o de tibio defensor de sus intereses. Jamás tendrán las libertades sindicales un adversario en el Gobierno. Jamás tratará el de cercenarlas. Su propósito será el mismo que esta consignado en los documentos que acabo de citar brevemente. El Gobierno pedirá al Congreso que expida el estatuto del trabajo dentro del espíritu de la Constitución y en forma acorde con los anhelos democráticos de nuestro pueblo; que dicte una norma clara que facilite la solución practica y justa de los conflictos que puedan presentarse. No es posible que ellos queden expuestos al mero choque de dos egoísmos contrapuestos; ni que, al fin y al cabo, sea solo la fuerza, la del capital acumulado o la de las masas, la que se imponga, porque casi siempre la solución de la fuerza implica un detrimento de la justicia.
El Estado no puede ser espectador indiferente de tales conflictos y al decir el Estado, no me refiero solo al Gobierno sino a la totalidad del Poder Público. El Estado es el único organismo capaz de defender el interés nacional en que deben encuadrarse, protegerse y
salvaguardarse todos los intereses privados y su papel tiene que ser el de una especie de árbitro justiciero, deseoso de cooperar a la solución de los conflictos que se susciten, con fórmulas que consulten el interés general; que en todos los casos eviten que la violencia ejerza su imperio nefasto, impidan que el egoísmo capitalista niegue a los trabajadores los derechos que les asisten o detenga el avance necesario de la justicia social; y eliminen el peligro de que las tácticas comunistas, con el pretexto de una lucha de clases por todos aspectos funesta en Colombia, implanten entre nosotros el desorden y con el desorden el descredito y la ruina; que no desconozcan el derecho de huelga, medio insustituible en ocasiones para obtener justicia, pero que si impidan que el abuso de ese derecho ocasione a todos danos incalculables.
Para abordar la cuestión social y los problemas sindicales, hay fórmulas socialistas y comunistas que no serán las mías. Porque en esa materia se imponga en Colombia espíritu liberal, hare cuantos esfuerzos estén a mi alcance. Ese espíritu es el único compatible, no solo con doctrinas de recio contenido filosófico, sino con la clarísima realidad nacional, con el medio nuestro de incipiente actividad económica, que a pesar de sus inmensas riquezas potenciales es todavía tan pobre y atrasado. Y de esa pobreza no saldremos, dentro del criterio nacionalista y de defensa del hombre colombiano que debe animarnos, sino con una política que estimule las iniciativas y avive y despierte la energía de los ciudadanos. Estamos todavía a distancia inmensa de esas situaciones en que la concentración de capitales y la industrialización intensiva permiten no tener en cuenta las iniciativas individuales y apelar tan solo a fórmulas colectivistas. En nuestro estado actual de desarrollo, una política de tipo socialista determinaría el estancamiento del progreso nacional, nos encerraría dentro de la más pobre mediocridad, sin otro resultado que el de crear una inmensa burocracia que se repartiera lo muy poco que tenemos. Radicalmente
distinto es el concepto que creo adecuado a la realidad nacional y conforme con la idiosincrasia colombiana, que si suele ser deficiente en dotes de organización es prodiga en capacidades de iniciativa, a las que todo aconseja vigorizar, sin que ello sea óbice sino antes bien, motivo para estimular los sindicatos de trabajadores, que deben tender cada día más a una actividad de realizaciones concretas, de efectivo provecho para sus miembros, de franco rechazo a cuanto las desnaturalice o perturbe.
Para la política social del Gobierno, que será clara, precisa e infinitamente desinteresada, pido desde ahora el apoyo de los trabajadores colombianos y lo espero porque ella no persigue más que el honrado fin de servirlos.
Las leyes sociales que en los últimos años se han dictado sobre vacaciones remuneradas, sobre descanso dominical, sobre auxilio de cesantía, sobre horas extraordinarias de trabajo, sobre seguro y asistencia médica y sobre tantas otras cuestiones, tienen ya carta de naturaleza en nuestra vida nacional y el Gobierno velara porque sean efectivas. El actual régimen tiende esencialmente a proteger a quienes necesitan de protección. No solo la legislación dictada, sino el espíritu que la anima y que preside los actos de los gobernantes, tiende a robustecer la vida nacional desde su misma base. Así lo está diciendo, por ejemplo, la labor de la Caja de Crédito Agrario, tan justamente alabada en todo el país y que está llamada a tener desarrollo cada día más intenso y radio de acción más amplio, cómo debe tenerlo también la política de parcelación agraria que dentro del orden y el derecho va aumentando el número de los pequeños propietarios y dotando a la Nación de un decisivo elemento de estabilidad.
En repetidas ocasiones he manifestado mi convicción de que entre las riquezas colombianas ninguna es tan grande como el hombre colombiano y ninguna merece ser atendida con tanto esmero ni con celo tan afectuoso. La vida suele ser dura para los humildes, sobre todo, en estas ásperas épocas de violenta competencia en que la fuerza se inclina a perpetrar tantas obras de iniquidad. Consagrar las fuerzas principales del Estado
colombiano a la defensa, leal y efectiva, de los humildes y pequeños; ampararlos contra el veneno de la demagogia y contra la explotación del egoísmo; rodearlos de garantías y fomentar por cuantos medios existan las pequeñas industrias, urbanas o rurales; dar al número, cada vez más creciente, de los empleados oficiales y particulares, un estatuto satisfactorio; defender eficazmente contra toda opresión al obrero y al campesino; garantizar a todos sus derechos de asociación; lograr, en síntesis, que sea Colombia un país que no conozca irritantes desigualdades, que no se envanezca de grandes capitalistas ni se duela de atroces miserias; un país que tienda en lo humanamente posible a realizar el ideal de una democracia igualitaria, ordenada y justa, todo eso constituye un ideal de realización muy lejana, pero a la cual hay que atender con permanente voluntad.
Alguien ha dicho en frase penetrante que la misión esencial de los gobiernos debiera consistir en aliviar la suerte de los hombres, en hacerles más fácil y amable la vida y en tratar de defenderlos contra los rigores de la suerte. Es ese un generoso programa en que bien podrían sintetizarse los anhelos hondamente democráticos de quienes por voluntad del pueblo entran hoy a dirigir los destinos nacionales.
El complemento y en muchos casos la condición de la labor esbozada en los párrafos anteriores está en el campo de la educación. La administración López ha llevado a cabo en este particular, labores de grande intensidad que la hacen acreedora al reconocimiento público y ha marcado rumbos que han de seguirse sin vacilaciones, pero lo que falta por hacer es de tal magnitud, que necesitara la obra de más de una generación. A pesar de cuanto se ha logrado, todavía carece de escuela la mitad de los niños colombianos. El Estado apenas empieza a cumplir su misión docente y necesita no solo construir muchos millares de escuelas y formar muchos millares de maestros, sino también crear los grandes liceos regionales que el país reclama.
Necesita vigorizar sus universidades hasta ponerlas a la altura de la ciencia moderna y organizar las escuelas de artes y oficios que den a nuestro pueblo la preparación técnica que necesita y que empieza apenas a obtener en algunas partes. En las escuelas primarias, en los colegios, en la universidad, se forja la Colombia del mañana, se preparan los hombres que han de seguir construyendo la Patria. Ningún esfuerzo más loable que el que en ese campo se realice para asegurar el éxito necesario.
Quisiera apenas insistir en la importancia extraordinaria que van adquiriendo los restaurantes escolares y la asistencia médica en las escuelas que a tantos millares de niños benefician y que representan un inapreciable concurso al robustecimiento de la niñez escolar.
Como lo representan la intensificación de los deportes que constituyen rasgo característico de la educación moderna. Todo ello tiende a vigorizar los cuerpos y a prepararlos para la cultura superior que hayan de recibir en la universidad, que tiene que ser resueltamente no solo centro de preparación profesional sino factor poderoso en el fomento de la ciencia colombiana, hoy apenas naciente. Núcleo vigoroso del espíritu nacional que tiene ya grandes tradiciones, pero que necesita prepararse para el futuro a fin de colocar a Colombia a la altura que sus buenos hijos ambicionan.
El Gobierno adelantará la tarea inmensa que la educación necesita lejos de toda intransigencia, con sincero respeto por los sentimientos nacionales, admitiendo gustoso la cooperación de iniciativas privadas que pueden ser de inmenso provecho y representan un concurso inapreciable para esa obra, necesita del apoyo de todos. El deber que el gobierno tiene de ejercer sobre el conjunto de la educación funciones de inspección y vigilancia, deber que tiene fundamentos claros y que es complemento ineludible de la libertad de enseñanza que la Constitución garantiza, no constituye amenaza para ningún interés legítimo y antes bien será una garantía para todos.
Y al pensar en la educación, como no recordar a la mujer colombiana que tiene derecho preferencial a la atención y al respeto del Estado, como que es la más noble presea de la Patria, la clave de toda esperanza para el futuro, la síntesis de cuánto hay de mejor en Colombia. Suprema educadora, la mujer necesita que se le capacite cada día más para el desarrollo de su misión augusta, tiene derecho a que se le abran todas las puertas de la instrucción y todos los caminos para defender la dignidad de su vida, para que su derecho
al trabajo sea celosamente respetado. Esta democracia nuestra es una democracia de los hombres y las mujeres de Colombia, y hombres y mujeres tienen el derecho de que el Estado no solo los proteja, sino que los atienda y los oiga. Y la voz de las mujeres, que es la voz de la familia, la voz excelsa de los más generosos sentimientos, será escuchada con respetuoso acatamiento por un gobierno que aspira a tener su más vigoroso sostén en los hogares colombianos, sedientos de paz, de dignidad y de justicia.
El panorama internacional de Colombia se presenta hoy claro y acorde con los ideales que nos animan. Prueba de ello es la presencia en este recinto de ilustres delegaciones de gobiernos amigos, a los cuales presento el más respetuoso y efusivo saludo. Nuestra política internacional es, ante todo, una política de paz. Para ningún pueblo somos peligro ni amenaza y a todos ofrecemos lealmente nuestra amistad con sincero espíritu de cooperación. Esa política la encarna admirablemente un documento que honra a la América, el Protocolo de Rio de Janeiro, que, surgido valerosamente en momentos de inquietud y de peligro, proclama principios de virtualidad insuperable, cuando afirma que “es deber fundamental de los Estados proscribir la guerra, solucionar política o jurídicamente sus diferencias y prevenir la posibilidad de conflictos entre ellos”, deber especialmente grato “para los Estados que forman la comunidad americana y entre los cuales existen vínculos históricos, sociales y afectivos que no pueden debilitarse por divergencias o sucesos que deben ser siempre considerados con espíritu de reciproca comprensión y buena voluntad”.
Fruto magnifico de criterio tan noblemente expresado ha sido el restablecimiento y la consolidación de la íntima amistad entre Colombia y el Perú, apoyada en el respeto a los tratados, orientada hacia normas de colaboración efectiva que hagan posible una vasta labor civilizadora. Esa es la política que deseamos seguir con todos los países vecinos y con cuantos no lo sean.
Los caminos de la violencia y del egoísmo han conducido a la humanidad a crisis que no pueden contemplarse sin honda angustia. Esta tierra de humanidad que es nuestra América — en donde florece la política del buen vecino tan noblemente predicada y practicada desde Washington por un insigne demócrata— podría establecer firmemente nuevas bases de vida internacional, inspiradas en el mutuo respeto y en la mutua ayuda que, alejando toda posibilidad de absurdos y crueles conflictos armados, garanticen a los hombres, campos de trabajo y de vida, libres y tranquilos.
Por esos cauces se orienta la política internacional de América y el continente entero celebra hoy como una victoria de todos, y como el final de una tragedia que a todos perjudicaba y dolía, el tratado que resuelve definitivamente el conflicto amarguísimo del Chaco. Existe ya, como resultado de comunes esfuerzos, un conjunto de instrumentos internacionales destinados a prevenir conflictos y a asegurar para toda diferencia soluciones pacíficas y justicieras, y será grato para nosotros cooperar porque se lleguen ellos a coordinar y fortalecer en forma que aseguren su eficacia, así como nos será igualmente grato insistir en los ideales bolivarianos a que siempre ha servido Colombia, porque ellos buscan la más cordial aproximación entre las repúblicas americanas, que desearíamos ver asociadas en una acción constante en defensa del progreso común y de las normas jurídicas que han de presidir las relaciones entre los pueblos.
Canon de nuestra existencia es la fraternidad entre las naciones que formaron la Gran Colombia y que surgieron juntas a la vida independiente, y a él seguiremos ceñidos con firme lealtad. Habéis aludido, señor presidente del Congreso, a las cuestiones que con Venezuela debemos estudiar y resolver y no puedo menos de proclamar mi confianza de que ello se hará sencilla y fácilmente, como lo ordena una amistad creada por lazos seculares, fortalecida por toda nuestra historia, reclamada por el afecto del presente y por la visión del porvenir, vivificada por el sentimiento profundo de una solidaridad integral.
Nuestro profundo sentimiento americanista no ha de llevarnos a mirar, ni con indiferencia ni con desvío la situación y los problemas de otros continentes. Existen en Europa situaciones tan difíciles y complicadas, que ante ellas se impone un criterio orientado no solo por las teorías sino también abierto a ineluctables realidades. Y precisamente, los pueblos que no son víctima de situaciones tan complicadas e inquietantes, tienen que dar mayores muestras de comprensión para secundar en la medida de sus posibilidades cuanto esfuerzo se haga por alejar de la humanidad las posibilidades de una aterradora catástrofe. Sería absurdo pensar que podemos ser meros espectadores de los problemas europeos, cuando a los países de Europa nos ligan incontables vínculos de tradición, de cultura, de gratitud y de afecto y cuando aspiramos a intensificar con ellos relaciones de sincera y fecunda cordialidad.
La Sociedad de las Naciones, de la cual forma parte Colombia, ha sufrido rudos golpes en los últimos tiempos. Los ideales en que ella se inspirará, inscritos en el pacto original en forma generosa, se han visto más de una vez atropellados o escarnecidos por la violencia,
por la ambición o por la timidez. En todo el mundo ha surgido una gran duda sobre la eficacia de esa Sociedad para sostener los principios que la originaron. Pero no soy yo de los que creen que ella se encuentre ya en situación desesperada o haya perdido toda posibilidad de servir la causa del derecho, ni considero tampoco que pueda Colombia olvidar fácilmente la manera como en solemne ocasión los principios del pacto fueron mantenidos en Ginebra para bien de nuestra causa y honra de todos. Con sus evidentes deficiencias y sus innegables fracasos sigue la Sociedad de las Naciones manteniendo doctrinas que nos son caras e ideales democráticos que compartimos. Mientras haya una esperanza de que esos principios logren imponerse, Colombia debe mirar con respetuosa cordialidad aquella institución —que a más de sus actividades políticas tiene, como su mejor parte, organizaciones diversas de interés altísimo—-, y no apresurarse a volverle la espalda en forma que podría interpretarse de manera contraria a nuestra orientación ideológica. Considero que nuestra actitud ante Ginebra debe ser hoy de benévola expectativa inspirada en el anhelo de que ella logre reaccionar contra las tendencias que 3 a amenazan y en el cuidado de no asestar con un retiro precipitado, un nuevo golpe a la más grande de las esperanzas humanas de los últimos tiempos.
Una de las misiones de Colombia en América sería la de evitar, de acuerdo con los demás gobiernos del continente, el que se extienda en nuestros países la plaga mortal del armamentismo. Entre los flagelos de que ha sido víctima la humanidad, pocos pueden compararse con ese, en que los más crudos e inescrupulosos intereses capitalistas atizan la discordia entre los hombres, procuran enfrentar unas naciones a otras, falsifican muchas veces un patriotismo que no tiene de tal sino el nombre y es solo máscara de su apetito, y persiguen solo la realidad de monstruosos negocios que se alimentan con la sangre de los pueblos. Si a tanta iniquidad cerraran el paso los gobiernos de América, asegurarían el más efectivo de los beneficios; eliminarían del Continente un siniestro peligro y volverían por los fueros de una moral anonadada casi en la vida contemporánea por aquel diabólico espíritu de lucro.
Aspiro a que Colombia ocupe, no solo por lo completo de sus servicios diplomáticos y consulares, sino por la categoría que ellos tengan, la posición que le corresponde en la vida internacional y a la que le dan derecho sus fuerzas y su espíritu.
Sin pretensiones excesivas ni modestias deprimentes, puede jugar un papel creciente en la política internacional que redunde en prestigio y provecho para nosotros. El Gobierno prestara la más sostenida atención a cuanto se refiera al comercio internacional, procurando que, en este, como en todo, prime el criterio de la cooperación y del justo intercambio, que al paso que abra a nuestros productos naturales los mercados extranjeros, abra los nuestros a elementos que tanto necesitamos para nuestro desarrollo. Dentro de lo que dispone nuestra legislación y lo que exige la defensa de intereses vitales, Colombia ofrece hospitalidad, honrada y segura, al trabajo extranjero, procediendo, en cuanto a la inmigración se refiere, con el criterio de vigilante defensa que hoy rige en todo el mundo para lograr de manera efectiva que quienes a nuestra Patria vengan, no sean motivo de inquietud, ni perjudiquen en una u otra forma a los trabajadores colombianos, sino sean elementos sanos, aptos para cooperar en el engrandecimiento progresivo de nuestra tierra.
Prestará el Gobierno especial atención a cuanto se relacione con la cooperación del capital extranjero y con el problema de la deuda externa, asuntos sobre los cuales presentáis tan interesantes puntos de vista. Para todo ello procurara mantenerse en contacto con el
Congreso y buscara el consejo de cuantos puedan prestarlo con desinterés y acierto. En estas materias queremos seguir una política de entera buena fe. Queremos cumplir nuestros compromisos en la medida de lo equitativo y de lo posible, esperando que, a nuestro deseo de respetar los derechos e intereses ajenos, corresponda un deseo igual de tener en cuenta los nuestros y un propósito de ceñirse a la realidad. Esa es la única manera de asegurar soluciones equitativas y justas, y en nada podría favorecerlas una táctica de presión equivalente al desconocimiento de las intenciones que animan al Gobierno de Colombia, que son las de establecer sólidamente el crédito del país sobre bases que por equitativas puedan ser durables.
El Ejército colombiano, cuyas históricas glorias guerreras se decoran tan noblemente en los tiempos modernos con sus glorias cívicas, sostén eficaz de los vitales intereses patrios, goza hoy del unánime afecto del pueblo colombiano y será objeto preferente de las actividades del Gobierno que hoy se inicia. Precisamente por ser la política del Gobierno de paz, en lo interior y en lo exterior, aspira a que sus instituciones armadas sean, dentro de lo que permite nuestra situación económica, instituciones fuertes, plenamente capacitadas para responder a su misión. Ninguna ambición imperialista abriga nuestro pueblo; solo persigue fines de concordia en lo internacional y en lo interno la convivencia respetuosa y cordial entre compatriotas, pero sabe bien que esos fines se aseguran precisamente cuando están garantizados por una fuerza que dé a la paz y al derecho el respaldo invencible que desaliente y haga imposible todo avieso propósito. Dueña de amplias costas sobre los dos océanos que la invitan a desarrollar las capacidades de marinos latentes en nuestro pueblo, ha de insistir Colombia en forma tan sistemática como discreta en tener la marina, no solo de guerra sino mercante que su situación geográfica le reclama. Ha de esforzarse porque su aviación militar, dotada ya de tan admirables bases, sea por su eficiencia y su volumen plenamente digna de nuestra Patria, y a su Ejército, propiamente dicho, procurara darle los
elementos que la técnica moderna aconseja. Sera uno de mis constantes desvelos el procurar que a la vez que se mejoren las condiciones de vida de nuestros jefes, soldados y oficiales, y se garantice su carrera lejos de toda intriga, se intensifiquen y aseguren las
fuerzas morales de nuestro Ejército, su capacidad para el esfuerzo y para el sacrificio, su entereza espiritual y su vigor masculino. Que sea el Ejercito una grande escuela de energía física y moral; una escuela de trabajo y de actividad intensos que constituya uno de los grandes ejemplos nacionales y que todo ello este regido y ordenado por una disciplina sin eclipses, por una recia, constante, activa disciplina, que dé a las instituciones armadas la enérgica fisonomía que les corresponde, sin dejar campo ni para las trágicas imprudencias en que un errado concepto del valor proporciona días de luto a la Nación, ni para la atonía indolente, ni para la intriga sospechosa. Autoridad que siempre se haga respetar, disciplina que se patentice en todos los momentos sin excluir ni el sacrificio ni el máximo esfuerzo, respeto inquebrantable a la ley y al Gobierno legítimo, tienen que ser las bases en que se apoye nuestro Ejército para merecer cada día más la confianza y el afecto del pueblo.
Y es una de las más nobles características de la Nación colombiana, esta de la perfecta confianza, de la justificada y total confianza que el Gobierno y el pueblo tienen en las Fuerzas Armadas de la Republica, que, colocadas más allá de todas las pasiones e intere-
ses de la política, lejos de los partidos y de sus luchas, se inspiran tan solo en los sentidos del honor y de la lealtad y están indisolublemente vinculadas a lo mejor de la Patria.
Entre las reformas sustanciales que el país necesita se encuentra la que modificando las normas constitucionales vigentes garantice la independencia del Poder Judicial y establezca una total separación entre las luchas políticas y la administración de justicia, que tiene que caracterizarse por una imparcial serenidad. Esa reforma tendrá que ir acompañada de un esfuerzo tenaz por dar al Poder Judicial, de jerarquía tan alta, los elementos de todo orden que lo aprestigien y faciliten su labor. Son muchos los tribunales y juzgados cuya instalación es deplorable, y todo ello afecta perjudicialmente la autoridad de quienes por todos deben ser acatados. Pero entre las reformas necesarias, ninguna es tan urgente como la de acabar con esa horrenda vergüenza nacional que constituyen los establecimientos de castigo. Con tres o cuatro excepciones, las cárceles en nuestro país son un delito permanente y pecan contra todos los dictados de la caridad, de la moral, de la higiene y del derecho.
Se han adelantado importantes trabajos en el sentido de dotar al país de penitenciarias modelos, pero ante todo urge realizar una labor de emergencia que permita mantener a quienes han violado el Código Penal y por ello queden sujetos a los rigores de la ley, en condiciones tolerables, que no constituyan como ahora, en la mayoría de los casos, una iniquidad sin excusa posible.
Desde el momento en que se lanzó mi candidatura para la Presidencia manifesté que en caso de ser elegido procedería en el Gobierno, no como jefe de partido sino como jefe de la Nación y que me consideraría representante de todos los colombianos, obligado a velar por todos ellos con un elevado espíritu de imparcialidad y de justicia. Incansablemente he repetido esos firmes propósitos y quiero reafirmarlos en esta ocasión de insuperable solemnidad.
Se bien que he sido elegido por el partido liberal a cuyo servicio milito desde hace tantos años y cuya confianza y cuyos votos me elevan al puesto que hoy ocupo, pero al anunciar que procederé como jefe del Estado y no como jefe de un partido no hago otra cosa que vincularme a una clarísima tradición liberal. Entre los próceres liberales pocos pueden compararse por su fidelidad a la causa, por su entereza de carácter, por la manera como sirvió a su partido a lo largo de toda su existencia, con Aquileo Parra. Al posesionar el señor Parra de la Presidencia de la Republica al General Tomas Cipriano de Mosquera, en el mes de mayo de 1866 y dirigiéndose precisamente a quien era el jefe de una revolución liberal triunfante, le recordaba el buen éxito de su primera administración como ejemplo que había
de seguir en su nuevo periodo de gobierno y le decía: “. Y sabéis, señor, ¿por qué esa administración esta reputada como una de las más ilustres y liberales que ha tenido la Nación y por qué ha venido a reflejar mayor brillo sobre vuestro nombre?
“Voy a decíroslo: “No fue la libertad de cierta industria monopolizada por el Fisco; no el impulso eficaz y poderoso que recibieron las mejoras materiales en todo el país; no el perfeccionamiento de los sistemas monetario y de contabilidad para la Hacienda Pública; no fue nada de esto, ni todo eso junto; fue algo más trascendental y singular; fue el hecho de haber iniciado, como iniciasteis, una política verdaderamente nacional. Entonces comprendisteis que el presidente de la Republica no es, ni debe ser el jefe de un bando político cualquiera, sino el jefe de la Nación; no es representante de los intereses transitorios y a veces egoístas de un partido, sino de los intereses grandes y permanentes de la sociedad”.
Y no se crea que esta teoría del señor Parra implica indiferencia por las doctrinas, ni carencia de sentimiento político, ni tendencia a hacer un gobierno neutro sin características definidas. Lo que implica es la resolución de usar el poder en bien de toda la comunidad; de no ser parcial en el otorgamiento de garantías ni en el reconocimiento de los derechos; de aplicar la Constitución y las leyes con el espíritu que debió determinar su expedición, que es el de servir a la comunidad. El partido liberal ha transformado la Constitución Nacional y a esa vasta reforma, que yo firme como presidente del Congreso, acabo nuevamente de jurar
fidelidad como he jurado también cumplir las leyes en que las mayorías del Congreso han expresado su criterio. Pero yo considero, con hondo respeto a las ideas contrarias, que, en un país en formación como el nuestro, que lucha, en un medio por cierto favorable, por implantar prácticas de equidad y de justicia o impulsar obras de progreso y por resolver problemas que a todos afectan, la posición de jefe del Estado debe ser la de un administrador de justicia, de un gerente de los intereses comunes, de un defensor de los derechos que a lodos asisten. Es inmenso el poder de un presidente de la Republica y por eso es preciso que todos los colombianos sepan que ese poder se ejerce con un espíritu de respetuosa cordialidad para todos; que en el Poder Ejecutivo tiene la Nación entera una garantía de equidad y que desde allí no hay sino deseo de servir a todos por igual. Si es lógico y necesario que los partidos luchen con justificada ardentía por imponer en la vida de la Nación determinados principios, por llevar a la legislación ciertas normas de vida, es justo y conveniente que ello desde el Gobierno se practique con un elevado criterio de solidaridad nacional y con el propósito de asegurar, por encima de las discordias partidistas, la convivencia entre los colombianos.
Y yendo más concretamente al fondo del problema, a la actualidad de mi caso personal y de mi caso presente, debo decir que tengo la convicción de que la obra realizada por el partido liberal en los últimos años es una obra del más
hondo y recio fundamento nacional. Una obra que, en sus reformas, en sus cambios y en sus innovaciones ha perseguido el progreso y el bienestar de la Republica con noble espíritu; ha dado a las actividades nacionales nuevas bases, más altas, más justas, más fecundas que las anteriores. Ha acabado con ciertos privilegios que eran una irritante anomalía, pero no ha lesionado ningún derecho legítimo. Ha afirmado la esencia democrática del Estado colombiano con espíritu justiciero y con el anhelo hondísimo de satisfacer los reclamos populares, pero no ha hecho ni obra de persecución ni obra de exclusivismo. Y yo me pregunto si podría prestar a mi partido algún servicio más grande que el de realzar, como jefe del Estado, el carácter nacional y benéfico de esa obra; el de atraerle la confianza de mayorías cada día más densas; el de demostrar con constante y
creciente intensidad que a la sombra de estas nuevas instituciones la tranquilidad en Colombia es cada día más grande y el progreso más efectivo, y el derecho de todos más respetado; me pregunto si existe manera de consolidar más vigorosamente a nuestro partido en el Poder. Y tengo que responderme que es para mí una gran fortuna el que coincidan tan totalmente en mi espíritu mis convicciones de patriota y mis convicciones de liberal.
Todo anuncia para el futuro el regreso del partido conservador a las actividades cívicas, y yo celebrare que ese hecho se cumpla en toda su extensión. El partido conservador en Colombia no solo tiene derechos que ejercer sino deberes que cumplir, y yo, que no ahorrare esfuerzos porque esos derechos sean respetados, quiero también expresar mi anhelo de que se cumplan aquellos deberes en forma efectiva. Es el deber de fiscalizar desde todos los puestos de las corporaciones legislativas la obra de quienes están en el Poder; el deber de colaborar en la expedición de acuerdos, ordenanzas y leyes, aportando a los respectivos debates todos los puntos de vista conservadores. Es el deber de figurar en la vida de la Nación, como serena y constructiva fuerza organizada que no se reduce tan
solo al ataque y a la agresión permanentes, sino que ocupa en el conjunto de las actividades nacionales el puesto correspondiente a una gran colectividad, de tanta raigambre en nuestra historia.
Tengo la resolución, como jefe del Estado, de hacer cuanto esté a mi alcance por garantizar a todos los partidos el libre ejercicio de sus derechos, por mantener incólumes las libertades públicas a cuyo amparo se ejercen esos derechos. Tierra de libertad es la nuestra y seguirá siéndolo; de libertad que no han de amenazar en ningún caso las autoridades y que tampoco podrá quedar expuesta a las violencias tumultuarias. Entre esas libertades la más sagrada es la del sufragio y todos saben que entre nosotros desde hace mucho más de medio siglo, el sufragio venía siendo una gran mentira. En varias épocas de nuestra historia desapareció casi por completo y carecieron las fuerzas de oposición basta de la posibilidad física de ejercer sus derechos.
Desde hace ocho años, esa situación tiende a modificarse; fue retirado el derecho de voto a las fuerzas armadas, que antes era pretexto para innumerables escándalos, termino la iniquidad de un sistema rígido que reducía automáticamente a un partido político a la
condición de inmutable minoría.
Las canastadas de votos imaginarios fueron reemplazadas por la cedula electoral que ha echado las bases para que al fin el sufragio en Colombia sea un derecho respetado y efectivo. En ese particular el presidente López ha realizado esfuerzos tanto más me-
ritorios cuanto menos reconocidos por aquellos en cuyo servicio se hacían; y la verdad es que nunca, en los últimos sesenta años, tuvo la oposición posibilidades, medios y garantías tan grandes como las que hoy tiene para hacer valer sus derechos en las urnas.
Vano sería decir que hemos llegado a la perfección anhelada o negar que quedan aún muchos errores por corregir. En esta materia es tan largo el camino que hay por recorrer que no sería posible hacerlo en pocos años. Se requieren todavía reformas legales que oportunamente propondrá el Gobierno; es indispensable que el poder electoral pierda toda influencia en el resultado de las elecciones y que sea tan solo el registrador imparcial de la voluntad ciudadana; pero se impone además, y principalmente, una estrecha colaboración
entre los partidos políticos y el Gobierno para asegurar el juego limpio que a todos interesa y que yo anhelo, porque en los males existentes a todos cabe culpa y nadie puede tirar la primera piedra; porque si hoy es defectuosa la legislación electoral y se registran actos de fraude o de violencia censurables, no puede olvidarse que el régimen conservador nos legó en materias de sufragio teorías y practicas abominables, que todos recuerdan. Volver la espalda al sufragio es la mejor manera de comprometer los propios derechos en el porvenir y de dificultar las reformas necesarias; es alejar toda posibilidad de remedio, como se aleja también cuando solo se siguen caminos de intolerante agresividad. Nada tan perjudicial para la obra que se necesita realizar, como el prurito sectario de tachar de abominable todo acto del adversario y de perfecto todo proceder del copartidario; de convertirlo todo en pretexto para la agresión, la censura o el agravio, desconociendo las intenciones y desvirtuando los actos para explotar en su contra incidentes que es el gobierno el prime-
ro en condenar y corregir. Si el Gobierno ha de ser y será en esa materia un constante elemento de moderación, empeñado en que impere la justicia, resuelto a hacer respetar la ley y a procurar que no se altere el orden ni se atropelle el derecho, tiene título legitimo
para pedir a los dirigentes de los partidos que lo acompañen y secunden en esa obra de necesario apaciguamiento. Y si tiene influencias y medios para obtener que así lo haga el partido que lo ha llevado al Poder, no es excesivo solicitar también leal y cordialmente de los partidos de oposición, que si quieren ser fieles a sus ideales de patriotismo, de civismo y de democracia, cumplan con el deber de contribuir a que las elecciones no sean encarnizados combates sino torneos civilizados, a que los impulsos irreflexivos de la violencia sean contenidos; a que no sean el odio y la intransigencia los únicos motores de la actividad pública.
No se me ocultan los peligros, las amarguras que puede traer consigo la actividad electoral del año entrante. Por graves que sean las considero preferiblesa los males que acarrearía el mantenimiento de la abstención que a cambio de una efímera tranquilidad agravaría los males consiguientes al alejamiento de un gran partido político de la actividad pública y entrabaría aún más para el porvenir la tarea que ya ha dificultado esa táctica que la Historia no podrá justificar.
Cualesquiera que sean las circunstancias, el gobierno cumplirá en los debates electorales sus deberes legales y morales. Lo hará con tanta abnegación como energía y espera que los buenos ciudadanos le ayuden a salvaguardiar la convivencia de todos los colombia-
nos dentro de un régimen libre de respeto al derecho y de respeto a la ley.
Estos propositos míos que no representan una táctica oportunista, sino que son fruto de una convicción formada a todo lo largo de mi existencia, no han de debilitarse por actitudes de intransigencia ni de colérica agresividad que hoy mismo establecen con mi actitud un contraste que no seré el único en deplorar.
El exagerar ásperamente los errores o deficiencias que puedan existir, el levantar airadamente los puños contra toda la obra realizada, desconocerle todo mérito y reducir la política a una táctica de agresión implacable que no se detiene ni siquiera ante la falsificación de la realidad nacional, puede ser una fórmula de combate, pero no camino para remediar los males de la Patria ni para establecer ese espíritu de convivencia que no deseo yo solo, sino que anhela también el partido de gobierno.
Reclamar esa convivencia con gesto duro e imperioso, que condena toda la labor realizada bajo el presente régimen y exige su humilde anulación como condición para que ese bien sobrevenga, equivale a tratar de cerrarle el paso en gesto incomprensible que queda so-
metido al fallo de la Nación y de la Historia. El Gobierno por su parte proseguirá en su empeño de asegurar el bienestar nacional defendiendo una obra que cree provechosa y justa, procurando que sus beneficios se hagan sentir por igual para todos sus compatriotas, sin que la injusticia sistemática ni el ataque implacable puedan hacerlo ceder en la defensa de la democracia, ni retroceder en el camino de la equidad; sin que vacile en la creencia de que la verdad y la razón acabaran por ser más fuertes que Ja hosca pasión partidista.
Para que la tranquilidad nacional tenga el más sólido de sus fundamentos, no ahorrara el Gobierno esfuerzo alguno a fin de consolidar la paz religiosa que Colombia disfruta y que se basa tanto en el hecho de que casi la totalidad de nuestro pueblo profesa la religión católica, como en el propósito firme del Gobierno de no hacer nada que vaya a herir el sentimiento legítimo de esa gran mayoría, ni a coartar las normas de libertad dentro de las cuales las autoridades eclesiásticas han de cumplir su misión. La Constitución vigente establece como bases para las relaciones entre el poder civil y el poder eclesiástico, las del mutuo respeto y la reciproca deferencia.
Esa fórmula, rectamente entendida y lealmente aplicada, bastara para garantizar el bien inapreciable de una paz religiosa que el partido de gobierno jamás ha pretendido turbar. Aspiramos y así lo hemos proclamado con entera franqueza, a una reforma del Concordato que corrija los graves desequilibrios de que el lisiado fue víctima en otros tiempos, pero la perseguimos sin ningún espíritu de agresividad, ni de intolerancia, ni siquiera de impaciencia. La Constitución y leyes de la Republica están dando a nuestra organización civil alcance y lineamientos que sin desconocer los fueros legítimos de la religión católica van permitiendo al Estado el libre cumplimiento de los fines que le competen. La vasta y honda misión educativa que al Estado corresponde, la está desarrollando y la seguirá desa-
rrollando el Gobierno con plena autonomía y con ánimo tranquilo y justiciero. Consciente y seguro de su plena independencia el poder civil se mueve en esferas distintas del poder eclesiástico y ni quiere invadir las ajenas, ni admite indebida intervención en las propias.
El liberalismo y el gobierno que lo representa, orientados hacia intensa labor de justicia social, de educación popular y de progreso en todos los órdenes, empeñados en una labor de democratización integral que respeta celosamente los fueros de la conciencia, no solo no pretenden desconocer, sino que reconocen en todo su altísimo valor el hecho de la unidad religiosa de Colombia, factor valioso de unidad nacional.
Quieren colaborar con el clero en muchas obras de moralización y de progreso en que la acción conjunta seria decisiva, se inclinan respetuosos ante la inmensa fuerza moral que el catolicismo representa y creen que eliminados de nuestra vida nacional dos elementos igualmente nefastos e igualmente injustificables: el Clero partidarista y sectario y la política antirreligiosa, nada perturba la plena armonía de las dos potestades y seguirá la religión católica disfrutando en Colombia, como ha disfrutado desde hace ocho años del respeto
sincero de autoridades que no la quieren explotar; de la adhesión creciente de los fieles, que no ven en ella ni amenaza ni estorbo para sus actividades cívicas; del esplendor que hoy como nunca le asegura una sociedad que ya no ve mezclados los intereses de la religión y de la política, ni confundidos extrañamente los fines espirituales y las ambiciones terrenales.
Esta situación, que no es resultado de obligaciones contractuales sino fruto de la realidad nacional y de la manera como el Gobierno la interpreta y respeta, no puede menos de abrir el camino a una reforma concordataria que obedece a la necesidad imprescindible de adaptar ese pacto a las nuevas modalidades de la vida colombiana y a las normas jurídicas que animan la Constitución y las leyes de la Republica. Esa reforma, por huir precisamente de los privilegios y exageraciones de otras épocas, al reconocer la plena autonomía del Estado, colocara a la Iglesia en más alta y segura posición, asentada no en el terreno movedizo del interés político sino en la realidad de la democracia colombiana tan alejado del estado teocrático como del estado antirreligioso.
El buen éxito de las labores de la próxima administración depende, ante todo, del apoyo que le preste el Congreso Nacional, ante el cual me inclino con el más respetuoso acatamiento. Solicito ese apoyo con la vehemente ambición de merecerlo, con el propósito per-
manente de colaborar con las Cámaras Legislativas de manera tan intensa como deferente, con cuidado constante de respetar su independencia y sus fueros y de procurar el respaldo, tan honroso como decisivo, del Parlamento colombiano, para unas labores que el determina en las leyes, que el controla por todos los me dios y que quedan sometidas a su fallo.
Y en cuanto a vos, señor presidente del Congreso, aceptad la seguridad de mi reconocimiento fervoroso y perenne por vuestras palabras, tan generosas y nobles.
Tan excepcional significación tienen ellas para mí, que cuanto os dijera para agradecerlas sería inferior a mi sentimiento. La seguridad de contar para la dura tarea que voy a emprender con vuestra solidaridad constante, con el concurso incomparable de vuestras luces, de vuestras energías y de vuestro esplendido patriotismo, me conforta y anima en la dura empresa que voy a acometer y que no es sino la continuación de labores en que habéis tenido participación decisiva, la defensa de ideales que nos han sido siempre comunes, la tarea de servir a la Patria y a las ideas liberales, en la cual he tenido la fortuna de colaborar con vos en forma inolvidable y para mi honrosísima.
Se que, en estos momentos, a más del concurso ilustre que llena esta augusta sala del Capitolio, me escuchan a todo lo largo del país centenares de miles de compatriotas cuya presencia espiritual siento muy cerca de mí con honda emoción. Ella hace que en realidad asuma yo el Poder en presencia de la Nación entera. El he recorrido en peregrinación patriótica, sin el menor interés electoral, para conocer de cerca sus hombres y sus campos, para tratar de fijar en la mente, en la retina y en el corazón, la imagen total de la Patria y ahora quisiera hacer llegar a todos mi saludo fraternal y esta apelación que a todos hago para que me acompañen a servir a Colombia y a honrar y fortalecer
nuestra democracia.
Es este un emocionado llamamiento al alma colombiana, una invitación a mantener vivo el sentimiento de la solidaridad, sin el cual el de la Patria se debilita y atenúa; a mirar el presente y el porvenir con un optimismo sereno que no sea necia ocultación de dificultades y problemas evidentes, y a veces angustiosos, sino fe robusta en las capacidades materiales y espirituales que tiene el país, suficientes para continuar su marcha hacia la altura. Es una invitación a todos los hombres y mujeres de Colombia para que me ayuden a realizar una labor indispensable, cuya parte menor no está seguramente en el empeño por retemplar las energías colombianas, por hacer que impere en todos los órdenes de nuestra vida una mayor disciplina, un mayor deseo de asegurar el buen éxito por los caminos del
paciente y tenaz esfuerzo y de la jerarquía originada en el mérito y no en turbios procedimientos de arribismo.
Es una invitación a la serenidad para que ella disipe las nubes del furor sectario. Yo he recorrido con el más vivo orgullo patriótico, un país tranquilo y animoso, un país que empieza a darse cuenta de sus fuerzas y que no quiere malgastarlas en barbaros odios ni en pugnas estériles; un país que reconoce la labor realizada en estos años y que se presta a dar a quien va a continuarla, resuelto apoyo los unos, el beneficio de una cordial expectativa los otros. Quisiera pedir a cuantos me escuchan, pedirles con humilde sinceridad, pero con ardiente fervor, que me den el apoyo de su confianza y de su indulgencia para aquellos momentos en que la buena voluntad tropiece con escollos insupe-
rables. No habrá pausa en el empeño de trabajar, basta donde las fuerzas humanas lo permitan, para satisfacer los anhelos nacionales.
Pero yo creo que a cada etapa de las actividades públicas debe corresponder una actuación que se adapte a las condiciones que la caracterizan. Hay épocas de sembrar y hay épocas de vigilar con prudente celo y desvelado esmero la germinación de esas semillas, su desarrollo y sus resultados. No sembrar nunca y no dejar nunca de sembrar producen un resultado de idéntica esterilidad. Las etapas de los sembradores suelen ser gloriosas; las de quienes se empeñan en hacer fructificar la semilla y en asegurar la cosecha quizás tendrán menos brillo, pero en cambio ofrecen la realidad de los resultados efectivos.
Que tenga el país fe en sí mismo y en sus fuerzas y que con ellas de a los gobernantes las que le falten; que rechace como el peor de los desaciertos las absurdas pugnas regionales y sienta que en todos los aspectos de la vida colectiva las distintas porciones de la Patria tienen que complementarse en lo económico y que fundirse en lo espiritual.
A todos mis compatriotas invito a que continuemos esta tarea de forjar la Patria, inacabable porque ella será cada día más fuerte, más grande y poderosa dentro de sus fronteras intangibles y al amparo de sus derechos que serán siempre mantenidos con irrevocable firmeza. Y cuando pueda invadirme el desaliento y las ilusiones se estrellen contra las realidades, buscare consuelo y nuevas fuerzas para continuar en la lucha, en esas tierras colombianas cuya visión me acompaña permanentemente; en el recuerdo vivo que de ellas conservo y que es fuente inexhausta de energías. Cualquier sacrificio que me espere en la vía que hoy empiezo a recorrer, lo recibiré con alegría, si puedo en cambio llevar a los hogares colombianos un poco más de bienestar, un poco más de justicia y el don divino de la paz».
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