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Discurso de posesión presidencial Colombia 1942 | Kevin Bermúdez

Discurso de posesión presidencial Colombia 1942

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Alfonso López Pumarejo

Excelentísimo señor presidente y señores miembros del congreso nacional:

Hace ocho años, ante el cuerpo representativo de la nación, prestaba juramento de desempeñar el cargo del Presidente de la República. Cumplí con mis deberes como los entendía, en la limitada medida de mis fuerzas y capacidades. Cuatro años después, al concluir mi mandato, expresé la sincera voluntad de retirarme de la vida política activa. Así lo hice, y hubiera perseverado en esa determinación si el imperioso deber de hacer frente a una de las más acerbas campañas contra mi obra administrativa y contra mi propio nombre no me hubiesen llevado a acompañar a generosos partidarios y amigos, que no solamente juzgaban buena mi intervención anterior como jefe del gobierno, sino que, en su largueza, querían ofrecerme una nueva oportunidad de servicio público. Del recio debate, cuya extensión o intensidad carecen de antecedentes cercanos a nuestra historia, no tengo, ni podría guardar, un amargo recuerdo. No sería humano ni normal que pensaran más en mi sensibilidad los ásperos episodios, los agravios, las imputaciones atrevidas que la audalosa confianza que me ha renovado la nación, cuando tuvo tantas ocasiones y plena autonomía para negármela.

Precisamente las circunstancias en que vuelvo ante el congreso a tomar posesión de la presidencia, me están indicando, y me hacen temer, con fundamento, que la opinión de mis compatriotas sobre la calidad de mis servicios precedentes y los que todavía pueda prestar sobre mi personal aptitud, sobre mi eficacia, se encuentre perturbada en su equidad, y afectada por la exageración que estimularon, en igual medida, la pasión con que se me venía combatiendo, y el cálido afecto con que se me ha defendido.

A la opinión nacional Porque así lo supongo, quiero pedir hoy a los colombianos que me acompañen en el esfuerzo por prescindir de la alterante influencia de ese pasado reciente, en cuanto no implique para ellos una experiencia intelectual necesario, o el grato recuerdo de una obligación bien ejecutada. Al llegar por segunda vez a la presidencia quisiera lograr la colaboración de una opinión pública desprevenida, dispuesta a juzgar mis actos sin exagerado rigor y sin complaciente benevolencia. De la pasada administración que me correspondió dirigir no quiero derivar solidaridad de mi partido para la que ahora se inicia, ni tolerancia con los yerros de la segunda. Fue eso un gobierno para su época, para los problemas de su tiempo, y que procedió ante los hechos contemporáneos, acertadamente unas veces equívocamente otras, pero procurando siempre entenderlos y apreciarlos como eran entonces. De esa actuación extraje conocimientos, experiencias y aún normas que serán probablemente la única contribución de importancia que cualquiera otro eminente compatriota no estaría en condiciones de ofrecer a la república en la misma medida.

Pero no solamente yo pude equivocarme en ese tiempo. En las diversas zonas de la opinión nacional es presumible que hubiera, ante mi administración, reservas, desvíos, actitudes injustas que, eventualmente, le restaran la colaboración que, ayer como hoy, es indispensable para el buen gobierno. Ningún sentimiento personal podría llevarme a perseverar, en el que hoy se inicia, en cualquiera política que el trascurso de los sucesos me hubiese convencido de ser inconveniente por la patria. Nada me impedirá tampoco entender como fruto de las mejores intenciones un cambio de actitud en cualquier grupo, o partido, o sector de la opinión colombiana ante la nueva administración, sin tener en cuenta la que guardaron con la primera y conservaran hasta el momento.

Dos motivos me llevan a declarar así, sin ambigüedad ni equivoco, mi fidelidad a los compromisos de presidente de los colombianos. El primero es personal, y es el menos importante: el juego natural de mi temperamento se traduce en los sentimientos que he descrito. El segundo motivo es que abrigo la convicción -ya expresada en el curso del debate electoral – de que probablemente nunca llegó Colombia a la iniciación de un nuevo periodo político, al menos en este siglo, que coincidiera, casi exactamente con una etapa tan decisiva de su historia, como un momento tan definitivo para su destino de nación.

Un momento crítico Habéis presentado, Señor Presidente del Congreso, con exactitud en afortunada síntesis, una visión de la patria actual, examinando con justicia la obra administrativa cumplida por el gobierno del presidente Santos, y con certeza, pero sin pesimismo, las dificultades que agrupan sobre el que debo, desde hoy, prescindir. Me corresponde decir una vez más , pero ahora con la responsabilidad del cargo que me confiere la nación, que estas dificultades y trastornos, innumerables y complejos, no nos llegan como consecuencia de los actos de ningún colombiano, y menos aún del gobierno, a

cuya eficaz actividad, celosa del bien común, debe, sin duda alguna, la república, no sólo parte muy considerable de su progreso presente, sino la defensa oportuna contra graves males, que de otra manera habrían conmovido muy honradamente los mismos cimientos de nuestra organización, de nuestra vida económica, y tal vez nuestra propia posición internacional.

Me acompaña la certidumbre de que nuestros compatriotas todos, apenas con las diferencias de grado entre su cultura o la calidad y cantidad de intereses que los ligan al desarrollo económico nacional se dan perfecta cuenta de que comienza para la república una dura época de crisis, cuyo tratamiento no va a encontrarse fácilmente en los métodos conocidos, cuyas parciales soluciones serán, más de una vez, desatadas y aún extrañas a nuestros hábitos que han llegado ya al convencimiento de que solamente un abnegado y solidario esfuerzo puede permitirles superar esta etapa con mayores probabilidades de conservar unas formas de vida que, por ser creadas espontáneamente, sin coacción externa alguna, deben suponerse como la satisfacción, más o menos completa, de sus aspiraciones comunes. De consiguiente, esperaran de la administración que se inaugura, mucho más de lo que exigieron de las anteriores, en épocas que, aun siendo difíciles, jamás se asemejaron a la actual. Porque en ésta de ahora no hay cosa alguna esencial de la patria que pueda juzgarse exenta totalmente de peligros.

Pero si los colombianos entienden, como lo creo, la gravedad de nuestro tiempo, tengo también derecho a pensar que si van a ser rigurosos con su gobierno es porque ninguno de ellos oculta el pensamiento antinacional de trastornar su acción con artificiales obstáculos, o debilitaría negándole la colaboración que requiera, que yo he pedido para él, que vuelvo a solicitar, sin excepciones, sin condiciones, a todos los ciudadanos de buena voluntad.

Un reajuste necesario Os parecería sorprendente, señores miembros del congreso, que en medio del confuso panorama de perturbaciones que nos llegan como el reflejo, cada vez más cercano, de la guerra del mundo, yo alimente, sin embargo, la esperanza de que podamos aprovechar las mismas circunstancias desfavorables para hacer un saludable reajuste y un mejor acomodamiento de las fuerzas nacionales que se han ido expendiendo sin mucho trabajo en la última grande etapa de progreso. No se puede pensar legalmente que la nación (…) ahora prepare, una a una las de (…) del mundo, nos corresponderán, como forzosa participación en el infortunio humano. Pero si sabemos, hace tiempo, cuáles son nuestras debilidades más graves, en tiempos normales, las deficiencias más agudas de nuestra organización, sus faltas más notorias y los riesgos más probables de trastornos futuros, hemos venido tolerándolos, porque ha sido hasta ahora tan vigorosa el crecimiento de la república, y en estos últimos años tan fácil, que por pequeña resistencia que ofrezcan los vicios conocidos, localizados y consurados casi unánimemente, ella basta para que persistan. Pero hoy nos rodea un ambiente hostil un mundo en armas, una humanidad que ha perdido sus escrúpulos en la violencia de la lucha. Cualquiera de nuestras deficiencias, aún la más inofensiva de nuestras debilidades puede convertirse en una brecha, por poco que golpeen sobre ellas la malicia, la audacia, la conveniencia ajenas. Y aún más; bastaría que un puñado de colombianos explotara irresponsablemente las dificultades de la situación presente para que los mismos que hasta hoy juzgábamos un accidental defecto de organización, se convierta en tremenda amenaza subversiva y justo motivo de alarma.

La posicion de los partidos ante los problemas nacionales Esta tarea de reajuste no exige en la mayor parte de los casos, sino la decisión y buena voluntad del congreso en atender antiguas exigencias de la opinión nacional, sobre las cuales la propia opinión política no se encuentra dividida irreconciliablemente, sino, al contrario, bien dispuesta al acuerdo. Así, al menos, se podría juzgar de la vehemencia con que los voceros de los partidos censuran, alternativamente las consecuencias de los defectos que hemos dejado perdurar, a conciencia y por inercia, era en las leyes fundamentales, ora en las comunes.

El poder judicial

No sé qué existan diferencias radicales de criterio, por ejemplo, en lo que hace relación al origen y organización misma de la justicia. El liberalismo ha propuesta una y otra vez, en estos años anteriores, por conducto de sus representantes en el congreso o por intermedio

del órgano ejecutivo, la reforma judicial. Y supongo que en las audaces requisitorias. No siempre fundadas, que algunos miembros de la oposición hacen contra el órgano judicial, que abarcan desde los juzgados municipales hasta la Corte Suprema, no puede haber sola-

mente un estéril empeño de desprestigio y confusión, sino también un anhelo de purificar, dignificar y elevar la administración de justicia. Sin embargo, el congreso no le da prelación al debate. Ni le presta interés. Y éste es precisamente uno de los puntos vulnerables de la

organización colombiana, de aquellas que, en bienes, y apenas en segundo término, después de su vida. Si se dice allí mismo que la prensa es responsable, y como ella, claro, todos los medios de comunicación y publicidad que se le asimilen.

Si el código penal define como delitos y señala los castigos para la injuria, la difamación y la calumnia, drásticamente. Si hay un procedimiento técnicamente eficaz para que los agraviados en su honra se defiendan. Pero ocurre que la justicia, tal como hoy se constituye, tan mal defendida contra la intriga política, en permanente lucha para lograr estabilidad y sosiego no está en condiciones de juzgar en procesos de esta índole con ánimo sereno, porque ellos se promueven en la mayor parte de los casos por controversias políticas. ¿Cómo podría ser totalmente imparcial y decidida al cumplimiento duro e inflexible de su deber, si en último término los comités políticos, las directivas de los partidos hacen los jueces, y los remueven, al final de su período; si hasta en los juzgados municipales los

partidos exigen una representación para jueces de su confianza; El país debe saber, y lo sabe, que la justicia, en la realidad, tiene irresponsable origen en las directivas políticas más que en el seno de las corporaciones que intervienen en su elección.

Y si todavía no ha ocurrido que semejante sistema, que estimula y casi diríamos que prepara el prevaricato político, corrompa y disuelva la más preciosa garantía de la democracia, ello se debe a la eminente bondad y rectitud natural de nuestro pueblo. Pero, ¿Quién nos dice que el día en que haya empeño de destruirnos y humillarnos y dividirnos, no será esta una de las brechas abiertas para la detestable penetración de acciones de desorden y desconcierto?

El clamor contra la impunidad

y está, también, la impunidad. Los colombianos claman contra ella. En mi anterior gobierno fue tanto ese clamor, y tan justificado, contra la pequeña y detestable delincuencia contra la propiedad, que nos vimos obligados a presentar reformas judiciales de excepción, de tal manera rápidas en su procedimiento que hubiesen parecido tiránicas dentro de un orden jurídico más antiguo y tradicionalista. Esas reformas pasaron a ser aplicadas por los jueces. Sus resultados no son hoy satisfactorios como fue en su principio, pero tampoco es posible hacer leyes más drásticas sin incurrir en el riesgo de que se conviertan en fuentes de abusos.

¿Podemos culpar a la justicia porque no fueran eficaces? No. Sobre la mesa de trabajo de cada juez penal se acumulan procesos complejísimos, en número abrumador y desproporcionado. El juez no tiene facilidades para dictar sus providencias con pleno conocimiento de los hechos sobre los cuales dictará su fallo.

La instrucción criminal es absurda, deficiente, parcial algunas veces, tardía, en todos los casos. El código penal preveía la creación de jueces instructores y su preparación técnica para tan arduo oficio. Pero el congreso no se atreve a votar la partida, muy considera-

ble, para atender a esa creación, porque tendría que sacarla de otros servicios  indispensables. Sin embargo, habrá que hacer ese sacrificio si los colombianos quieren verse, por fin, libres de la impunidad para la delincuencia y seguros en sus vidas y haciendas. Nada haríamos con aumentar los servicios de policía preventiva si los jueces han de verse forzados a tolerar la impunidad, por falta de elementos para comprobar plenamente la transgresión de las leyes y las circunstancias de la acción delictuosa, mientras los acosa una turba de rábulas sin otra preocupación y negocio que sacar pillos de la cárcel o impedir que entren en ella.

Me he comprometido, en las declaraciones de la campaña electoral, a poner todo mi esfuerzo para que la vida de los colombianos sea más respetada, más segura, los delitos castigados y la impunidad aminorada, si no es posible extinguirla.

Pero como veis, nada puedo sin el concurso del congreso, del constituyente y del legislador. Sé, sin embargo, que cuento con él, porque ¿Cómo tan claros males, con tan elementales y claros remedios podrían ser indiferentes a ciudadanos como vosotros, cualquiera que sea vuestro partido? Esta explicación, he dicho atrás, tiene apenas un carácter de ejemplo de una de las necesidades de reajuste en la vida colombiana, más fácil y urgente de realizar en una época de crisis que en medio de la prosperidad y la confianza. No sé qué los partidos políticos se dividan sobre este tema. No creo que haya nadie que, al menos públicamente, anhele que ese principio de corrupción del régimen democrático permanezca intacto para justificar, más tarde la total destrucción de nuestras instituciones.

El problema electoral

Como ocurre con la justicia pasa también con el problema electoral que tan juiciosamente habéis tratado, señor Presidente del congreso. He allí, en el sufragio, el origen del poder público, la fuente de sus órganos. ¿Qué colombiano desea, siquiera en la intimida, que sus vicios perduren? También, después de cada acto electoral, los vencidos acusan, algunas veces con razón, las más con parcialidad notoria, la delincuencia de este género; el proceso critico resulta también alternativo, según quienes sean los vencidos. Pero los cargos son idénticos, las observaciones semejantes, las reformas que sugieren, harto parecidas. El congreso, sin embargo, no se ocupa sino para promover tempestades pratorias, de examinar esa cuestión esencial. Pero cuando se trata de reformar las leyes y de elaborar el

código definitivo de la materia, la suspicacia entre los grupos y las intrigas de ciertos interesados en situaciones arbitrarias y en la perduración de determinados vicios, prevalecen.

El conservatismo y la democracia

Debemos preguntarnos, ciertamente, si los partidos colombianos no han cambiado sus posiciones ante el tema esencial del origen del poder, es decir ante la democracia. Podría ocurrir, y hay fundamento para temerlo, que uno de ellos, el conservatismo, esto modi-

ficando el plano ideológico tradicional en que se ha movido y que está consignado en la constitución colombiana, por inequívoca voluntad de los conservadores de 1886 y 1910. Con el pretexto de censurar los defectos procedimentales de nuestra organización actual, algunos de sus conductores han ido más lejos y lanzado teorías contra el sistema representativo que implican un radical cambio de rumbo en esa colectividad. Si ello es así, debemos precisarlo. Entonces si será cierto que se están formando las nuevas fronteras políticas nacionales, como sustitución de las antiguas, borradas ya por el acuerdo nacional sobre viejos motivos de diferencia entre nuestros compatriotas.

Yo reconozco, sin reservas, que el sufragio es todavía imperfecto, pero lo creo susceptible de perfeccionamiento. Reconozco que los vicios que en el perduran han sido aprovechados por castas de políticos que han podido dominar, en ciertos momentos, la mecánica

electoral y la han puesto a su exclusivo servicio sin que los pueblos logren intervenir fácilmente para expresar su descontento o presentar sus aspiraciones.

Pero ¿Qué sistema de gobierno es inmune al fraude y al abuso? El nuestro no está todavía bien garantizado, por lo que hace a la función electoral, y nada seria para mi más halagador que interesar al congreso en una revisión fundamental de las leyes de elecciones, para que la experiencia de recientes y pasados errores nos permiten prevenirlos y evitarlos en el futuro. Pero veo muy difícil ensayar esa revisión si se plantea sobre las viejas bases de recelo y odio entre los partidos, en que cualquier ventaja, por inocua que parezca, se juzga licita, y en que a la ley no se le pretende buscar eficacia y generalidad sino recodos y enredos para una colada en las elecciones más próximas. Además, si, como parecen desprenderse de las cada día más insistentes y uniformes declaraciones de los jefes conservadores, ese partido comienza a pensar en otros términos sobre el origen y la eficacia de los sistemas democráticos, debemos presumir que su interés no será el nuestro, ni lo mismo de bien intencionado cuando se busque el mejoramiento de las disposiciones sobre sufragio, ya que parece desconfiar y despreciar cualquiera de las expresiones de la voluntad popular. 

¿No hemos oído discutir y reclamar contra una norma, en mi concepto esencial, del sistema democrático, la del predominio de las mayorías? Puede aceptar, y acepte, que con los métodos actuales todavía no está bien garantizado el proceso para que sé forma la mayoría, que en definitiva ha de decidir. Pero si se rechazara el principio, si se afirma que hay partidos que poseen el privilegio de la verdad y partidos que yerran siempre, aun cuando el pueblo entero los acompañe en su error, y que, de consiguiente, nada vale la mayoría, ni sus determinaciones son respetables, ni nada puede disponerse que tenga validez real y moral, aunque todo el pueblo, en utópica asamblea, lo pidiera, en cuanto

vaya contra esas reglas supremas depositadas en un partido o un grupo ¿de qué vale buscar que sean serios, firmes, garantizados los canales de la expresión de la opinión pública? Contra ese dogmatismo no podrá haber jamás opinión valedera.

El único sistema, aceptable para quienes así piensan, es el totalitario, que supone que hay un partido dueño de la verdad revelada o inspirada, que las opiniones adversas son delitos y los adversarios delincuentes. Pues bien; si se ha creado ya una conciencia en ese sentido en el conservatismo, o en alguno de sus sectores, hay una frontera insalvable entre los grupos tradicionales de la inteligencia colombiana, y el acuerdo no será fácil. Pero a quienes gobernamos por voluntad de las mayorías, sí se nos impone una nueva obligación: hacer que nuestro sistema filosófico y político se acerque, en sus procedimientos, a la mayor perfección posible. Que el pueblo colombiano tenga cada día mayor capacidad y más fáciles oportunidades para dar su opinión y tomar decisiones sobre los problemas públicos y las resoluciones que hayan de adoptarse, sobre sus representantes en los órganos del poder, sobre el rumbo de la nación.

El dilema de las próximas elecciones y preguntémosle, categóricamente, en las votaciones

próximas, ojalá ya bajo el imperio de una ley electoral en la cual se hayan extremado las garantías de respeto a todos los derechos, si se prefiere el sistema que le da participación en las decisiones del gobierno, así, por el contrario, se inclina a entregar, para la eternidad, todo el poder a quienes le aseguran que no pueden equivocarse porque han recibido la verdad inmutable y absoluta, la tienen acogida en sus programas y no admiten controversia indisciplinada ni desobediencia alguna sobre las conclusiones prácticas en la dirección de los negocios comunes. Es decir si prefiere el pueblo la democracia, susceptible de perfeccionarse cada día, o el totalitarismo, que se funda en el principio de que hay minerías que poseen la verdad y tienen el encargo de imponerla, a la fuerza, inclusive conrea los errores de la multitud. Para mí es inequívoco que el conservatismo colombiano sigue siendo democrático, como lo fue cuando pudo definir su pensamiento en las instituciones que, en su esencia, son los actuales. Pero lo evidente es que no discute, y ni siquiera comenta las opiniones antidemocráticas que toman mayor audacia y penetran más el espíritu de sus dirigentes.

Su organización interna ya no es la de un partido democrático. Supongo, sin embargo, que a un empeño del liberalismo por ofrecer a su adversario una reforma vasta y conveniente de los métodos electorales, habrá conservadores que todavía confíen en el sufragio y que se interesen por ella, para presentar con equidad las aspiraciones de la oposición en esta materia. Pero habría también quienes tiendan bandera negra a las reformas, porque prefieran que el sistema democrático no se perfeccione, con la esperanza que sus defectos

actuales se cofundan en la mente popular con la idea de un fracaso irreparable de la democracia. Con todo, el gobierno habrá de trabajar, desde el mismo congreso, con tenaz empeño, por la reforma del estatuto del sufragio, para perfeccionarlo. Tiene la esperanza de que la nueva distribución de las fuerzas políticas nacionales, ante los nuevos hechos, y ante la desaparición de los viejos temas de discordia, se realice en las elecciones de 1943, bajo un régimen electoral equitativo y hasta donde sea posible, garantizado contra el abuso, la violencia o el fraude.

Nadie puede amenzar la paz religiosa La tentativa reciente, realizada por un político de imponer a la jerarquía eclesiástica sus personales puntos de vista de oposición al régimen, acusándola, al mismo tiempo, de claudicar ante las exigencias del poder civil, me determina nuevamente a reafirmar mi concepto de que la paz religiosa de Colombia, conseguida al amparo y con base en las reformas constitucionales de 1936-expresión del pensamiento liberal a este respecto-, es una conquista nacional que ya nada ni nadie podrá poner en serio peligro, ya por cuanto hace al gobierno, y seguramente por lo que relaciona con la netitud de la iglesia, digna del mayor respeto y consideración del estado.

Después de los incidentes surgidos antes de la aprobación de la reforma institucional, la iglesia debió llegar a la conclusión de que eran infundados sus temores de que el liberalismo en el gobierno fuera una amenaza para el ejercicio de su apostolado. Los hechos han demostrado que el régimen liberal quería precisamente lo que el excelentísimo señor arzobispo (…) al dirigirse al nuevo presidente , en agosto de 1934, señalaba como una formula permanente de concordia; “Cuando cada potestad-decía el primado-se mueve

dentro de su propia esfera y se conserva en su propio plano, sin que haya intromisión de la una en la órbita de la otra, no es posible el choque” los esfuerzos posteriores del gobierno se han encaminado a definir, hasta donde es previsible, las respectivas órbitas de ac-

ción, resolviendo, en ciertos casos, dudas antiguas. La santa sede ha cooperado en esa tarea con ánimo (…) de acuerdo. Porque así es, tiene el congreso nacional a su estudio el nuevo extinto concordatario, que será sustentado ante vosotros por uno de sus negociadores, con el carácter de ministro de despacho.

El concordato

Con ese estatuto reformado consideró el gobierno anterior y espera también el que hoy se inaugure que los católicos colombianos adquieran la certidumbre de que su conciencia nos será perturbada ni coaccionada, de que tendrán plena libertad para profesar la religión de sus antepasados, para legarla, intacta, a sus descendientes, y de que la civilización cristiana no sufrirá insengua alguna ni arbitraria desviación hacia formas de vida que la contradicen y pervierten. Con esa reforma quiere el régimen liberal dar término feliz a la vieja disputa de la supremacía de las potestades y libertad a la iglesia de todo compromiso que haya juzgado necesario con los partidos que, diciéndose católicos, pretenden someterla a su imperio, para fines terrenales y mezquinos. Y ponerla al abrigo de todo conflicto con quienes trataran de entrabar su misión evangélica, o quisieran imponerle demandas exorbitantes.

Por lo que a mi respecto, quiero anticipar que prefiero ver aplazadas algunas reformas de las que la Santa Sede consideró siempre inaceptables para la Iglesia, a crear conflictos a la auténtica conciencia religiosa del país, que serían explotados pérfidamente por ciertos intereses de oposición y habrían de prolongar indefinidamente para Colombia la carga de los litigios, disturbios y agravios que atraso su progreso de manera tan notorio y perjudicial en la centuria anterior y en los primeros seis lustros del presente. Más aún en un tiempo como el actual en que los patriotas buscan la unidad nacional y no pueden desear, de manera alguna, choques con una de las más grandes, fuerzas espirituales que le dan fisonomía uniforme a la nación colombiana. Tal es el caso concreto del divorcio, sobre el cual expuso con entera franqueza mi opinión en el debate pasado, la cual, ratificase y aceptada por los electores, constituye para mí un compromiso irrevocable.

No habra conflictos con la iglesia

Tengo la seguridad de que en los cuatro años venideros la iglesia no tendrá conflictos ni desacuerdos fundamentales con mi gobierno, y el propósito de que así sea. He seguido, por ello, con interés extraordinario el curso de la disputa que ha planteado a la iglesia un jefe político de la oposición, con el inequívoco ánimo de censurarle a la jerarquía colombiana, primero, después a la propia Santa Sede, su política religiosa ante el régimen.

La energía con que esta última ha sido defendida, me hace pensar que jamás la iglesia volverá a dejarse con vertir en un instrumento de agitación al servicio de un partido político, cualquiera que él sea, y que el espíritu de la concordia y de paz que se le critica será mantenido para bien de la patria. Lo cual equivale al cumplimiento de una antigua aspiración del partido liberal, y, de consiguiente, a la abolición de otra frontera política

entre nuestros compatriotas, que no tendrán ya que combatir en la plaza pública en defensa de la iglesia o contra la intervención clerical en sus luchas civiles.

Las reformas constitucionales  Y como en este punto, en muchas otras esferas de la

actividad pública, hay un acuerdo casi unánime que debiéramos aprovechar para la empresa el reajuste, de defensa, de acondicionamiento de la nación que la preparen debidamente, en el comienzo de la crisis, para soportarlo con entereza. El presidente Santos, en su último mensaje, ha insistido ante vosotros en las principales reformas que eminentes ciudadanos del partido del gobierno y los ministros del despacho han venido

reclamando de las cámaras hace ya largo tiempo. Una de ellas se presenta ahora con actualidad y urgencia difícilmente exagerables. El régimen de las asambleas departamentales, cuyo carácter se ha viciado principalmente con la atribución de funciones impropias, como la intervención en el origen de la justicia o la elección del senado.

El nivel de las asambleas ha descendido a medida que son más intensas las intrigas para su formación. Y con este descenso los diputados se han vuelto más audaces y exigentes ante los gobiernos seccionales, y buscando recursos y maniobras para dominarlos por

sistemas que en apariencia son legales y en el fondo sean incalificables coacciones. El derroche, la imprevisión, la ausencia de todo celo por los intereses regionales y la energía con que las asambleas defienden sus abusos y aún sus indelicadezas en el manejo de los dineros públicos, están siendo a diario un germen de conflictos extravagantes y reprobables. El congreso tendrá ocasión, en este caso, de conocer ampliamente el pensamiento del gobierno sobre las modificaciones que juzga convenientes, y para cuya realización pedirá la colaboración y el apoyo de todas las fuerzas políticas representadas en el órgano legislativo del poder. 

El programa del candidato es el programa del presidente No quiero, señores miembros del congreso, intentar ahora un resumen de las ideas que he expuesto sobre la mayor parte de los problemas públicos en la campaña electoral que terminó con mi elección. Los temas que he tratado atrás son apenas los ejemplos para el desarrollo del concepto que abrigo de que, en un tiempo de crisis como el que llega a Colombia, la previsión más elemental aconseja cubrir los frentes internos que sabemos débiles y sobre los cuales es más fácil el acuerdo de los partidos y de la opinión. Debo decir, si, para quien conservé alguna incertidumbre “obré mis propósitos que entiendo no haber dicho vanamente en  la campaña electoral una sola palabra acerca de mis planes de gobierno, y que ellos, tal como les fui presentando, constituyen para mí, ya elegido, un compromiso que procuraré cumplir con la aplicación de mis energías. Sobre los problemas internacionales, lo mismo que sobre los de defensa y todo lo que toca con el ejército sobre la política social, sobre el fomento agrícola, sobre las perspectivas probables de la industria en relación con el gobierno, sobre la economía colombiana, expuse una y otra vez en este año y en el anterior, con franqueza, mi pensamiento, que en la administración no tendrá más limitaciones para su ejecución que las que vosotros queraís señalarlo, y en la práctica, además, por sobre vuestra voluntad y la mía, las restricciones que la situación fiscal y la internacional vayan siendo ineludibles.

Las relaciones con el congreso Pero en esta oportunidad, mejor que en cualquiera otra posterior, deseo explicaros el género de relaciones que me sería más grato mantener con el congreso, dentro de las normas constitucionales. Los muy graves problemas que tiene hoy la patria, al comprometer la responsabilidad del gobierno juzgan la suerte de la nación, por tiempo imprevisible, muchas veces de manera definitiva para su porvenir histórico.

Con un criterio restrictivo de la intervención parlamentaria es posible para el gobierno ir creando situaciones modificando los hechos, y aun adquiriendo compromisos ante la opinión nacional o en el mismo campo internacional, en desarrollo legítimo de las fa-

cultades que el constituyente quiso poner en la cabeza del presidente, y que, en ciertos casos excepcionales, son indispensables para la defensa adecuada de los intereses públicos. Pero hasta donde me parezca compatible con el bien nacional tal propósito, no quiero emplear el criterio restrictivo.

Al contrario, mi mejor anhelo es que sea la representación de la república, y no un gobierno solamente, la que vaya definiendo, cuando se trate de negocios importantes, con toda responsabilidad, la política que debe seguirse y que deberá respaldar el pueblo colombiano.

La nación será reformada Es claro que no pienso presentar al congreso los asuntos públicos o las posibles orientaciones sobre ellos sin que el gobierno exprese de manera categórica, enfática y clarísima su pensamiento y proponga la política que considera más aconsejable. Pero no se os escapará el matiz de la intervención parlamentaria que es objeto de la resolución presidencial en cada caso, para buscarla o eludirla. Se resumiera mejor diciendo que yo no creo en la misión providencial del gobierno de sus hombres, y que no acepto la teoría de que a los pueblos haya que salvarlos contra su voluntad o sin que se den cuenta de cómo se les salva.

Creo al colombiano de tal manera inteligente, sagaz, prudente y responsable que ningún congreso y tampoco gobierno alguno sería capaz de evadir la interpretación de los sentimientos de sus mandantes, alegando, en el primer caso la irresponsabilidad de sus funciones, en el segundo su capacidad o sus atribuciones. Creo también que la mejor manera de que la nación se ponga en guardia contra los peligros de la hora actual es recogiendo una información constante sobre los hechos que van a afectarla en su política exterior, para que el pueblo no se sienta sorprendido, engañado, decepcionado cuando tenga que adoptar resoluciones que no hubiera previsto jamás.

Oigo hablar con frecuencia a muchos compatriotas, aun a miembros del congreso, sobre temas tan esenciales como nuestra participación eventual en la guerra, y sostener tesis absolutas que, al menos con la información que yo tengo, no podrían ser así de absolutas. Nada sería más grave que, antes de conocer a fondo la situación internacional, aparecieran en Colombia los partidarios y partidos sobre tesis antagónicas en este problema vital, o que hubiera grupos de la opinión que eludieran la responsabilidad de tomar decisiones sobre él, y permanecieran libres, con cualquier pretexto para censurar las determinaciones que al-

guien habrá de adoptar a nombre de la nación.

Debo declarar que prefiero los riesgos de la controversia ante los hechos probables, que los irreparables riesgos de la desintegración o desconcierto nacionales ante los hechos cumplidos. El nuevo gobierno explicará su política, dará las informaciones que considere necesarias para formar la opinión nacional, defenderá sus puntos de vista con firmeza y aceptará también la propia responsabilidad, integra y virilmente, pero no sin procurar que también quede definida la de aquellos que combaten sus tesis, su política y sus actos.

Colombia y la guerra Esta explicación tiene tanta más importancia cuanto que considero que en el tiempo inmediatamente futuro van a ocurrir un cambio radical en la política del país. Me parece que por la fuerza de las circunstancias la mayor parte de las preocupaciones de los dirigentes y orientadores de la opinión, así como las de sus voceros en el congreso, serán de carácter internacional, atañederlas directamente a nuestra política exterior. No quiero decir que Colombia debe prepararse para asumir una posición decisiva en medio del torrente asolador de la guerra, o en el juego de fuerzas que se disputan el predominio del mundo. No. Pero por pequeña y débil que sea una nación, tiene, sin embargo, por el solo hecho de estar constituida, el compromiso de proceder de acuerdo a sus intereses constantes, su tradición y su destino en el campo internacional.

Es decir, que ha de tener una política, una norma de sus acciones, una finalidad a largo plazo para acondicionar a ella sus intervenciones del momento. Tiene que haber, no puede menos de haber una política exterior colombiana, independientemente de lo que ella pudiera pesar a decidir en el concierto de las naciones. En efecto, existe, y se ha ido precisando ante los acontecimientos actuales, de acuerdo con las más nobles y mejores tradiciones de la república y con los que parecen evidentes intereses nacionales. Es posi-

ble, sin embargo, que no haya todavía, correspondiendo a la actitud y a las razones que determinan esa política, una sensibilidad y una conciencia populares sobre estas materias: pero tengo la esperanza de que en este periodo de hondas preocupaciones para todo buen patriota la política exterior no sólo sea apoyada, como lo es hoy, por el pueblo, sino más hondamente compartida, y apreciada (…)

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