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Mariano Ospina Pérez - Discurso de posesión 1946 | Kevin Bermúdez

Mariano Ospina Pérez – Discurso de posesión 1946

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Mariano Ospina Pérez

Excelentísimo señor:

El juramento de rigor que acabo de prestar ante el Cuerpo Soberano de la Nación, en presencia de las altas dignidades civiles y eclesiásticas y de eminentísimos representantes de los pueblos amigos, le comunica a esta ceremonia singular trascendencia, no por la persona a quien toca en suerte asumir hoy las responsabilidades del mando, sino por las circunstancias diversas que vienen preparando el advenimiento de una nueva era en la vida de la república.

El proceso de nuestra democracia ha llegado a tal grado de su desarrollo, que podemos exhibir con orgullo nuestras virtudes cívicas y asistir a estos cambios periódicos en la dirección del Estado sin que la nacionalidad, cimentada, como querían los héroes que la fundaron, en el respeto al orden jurídico, sienta alterado uno solo de los rasgos esenciales que le han marcado una fisonomía inconfundible. Un pueblo que entiende así el cumplimiento de su misión y mantiene una fe inquebrantable en las soluciones del derecho,

está ligado irrevocablemente a destinos superiores, ya que su misma estabilidad se encuentra garantizada por la justicia traducida en las leyes, donde campea mejor la libertad y hallan su atmósfera natural la paz y el progreso.

Mi presencia en esta posición eminente, honrada tantas veces por varones esclarecidos, apenas puede explicarse con el recuento de sucesos que el país conoce, pero que considero indispensable recordar ante vosotros, no sólo por tratarse de un capítulo de la historia colombiana, sino para el cabal entendimiento de la política de Unión Nacional, que alcé como bandera de concordia en la pasada campaña eleccionaria, y cuyas ideas han de prestarme su permanente inspiración en las tareas del gobierno que se inicia.

Correspondió al insigne ciudadano que hoy abandona el mando con sobrados títulos a la admiración nacional, llevar valerosamente a la práctica una política que anhelaba con angustia el país, convencido de que la ardorosa disputa entre nuestros partidos amena-

zaba no solamente destruir la necesaria solidaridad de los colombianos para sus empresas comunes, sino precipitar a la República por vías que han contrariado siempre su sensibilidad y carácter. Este indispensable cambio de frente lo entendió con patriótica preocupación el ex presidente López, quien al retirarse voluntariamente del poder en 1945, expresó su deseo de facilitar con tal acto la formación de un gobierno de colaboración nacional que, por circunstancias especiales, él consideró que podría tener éxito realizado por manos distintas a las suyas.

Su ilustre sucesor acometió entonces la magna empresa de reunir voluntades dispersas, desarmar los espíritus y preparar cuidadosamente el terreno para que el pueblo colombiano, dentro de los cauces de la legalidad, determinará en forma libre y espontánea la orientación de sus destinos. De esta suerte la administración del Excelentísimo señor Presidente Lleras obtuvo la colaboración de tres prestantes figuras del conservatismo y creó un clima propicio para que nuestras luchas políticas se adelantarán por los limpios caminos que la democracia señala como únicas rutas posibles en la vida de un pueblo libre.

Alguien ha hecho la observación de que en el dominio político, el nuevo mundo se ha revelado como un auténtico creador, al darle al régimen presidencial peculiar característica dentro de las demás instituciones democráticas. Pero esta forma de la vida jurídica, que los colombianos hemos sabido mantener, subordinada a las exigencias de la libertad, para que el poder no se exceda, impone al Primer Magistrado el ejercicio de una neutralidad implacable, libre de la menor sospecha. 

Si el gobierno se inclina en cualquier sentido, toda la fuerza de la administración se torna beligerante. De ahí que el mandatario requiera entre nosotros una austeridad a toda prueba, capaz de remontarse sobre las pasiones en pugna, para que la fuerza externa de que

dispone tenga también ese contenido moral, que la hace profundamente responsable ante el ciudadano de cualquier tendencia o partido.

Lógicamente una conducta semejante tendrá que reflejarse en los empleados subalternos de la administración, toda vez que en las democracias el ejemplo educa y construye, ayudando a la consolidación de una conciencia colectiva, que haga impracticable el abuso.

Desde luego, este sistema obtiene más provechosos resultados con la colaboración en el gobierno de figuras de distintos partidos, cuya sola presencia impone de hecho un clima de tolerancia y de concordia y facilita, en grado sumo, la misión de rodear a cada ciuda-

dano de completas garantías, para el pleno ejercicio de sus derechos.

Formado así este nuevo ambiente político y estabilizada la colaboración, fue posible realizar un debate cívico en que los partidos se presentaron con sus hombres y sus programas a la lucha presidencial, en la seguridad de que el voto libre de los ciudadanos sería respetado. Los candidatos que por entonces comenzaron a disputarse el favor popular hicieron ante sus electores reiteradas manifestaciones de no proceder en forma distinta, si los favorecía el fallo de las urnas. Dos eminentes colombianos, jefes de vastas corrientes de opinión dentro del partido de gobierno, los doctores Jorge Eliécer Gaitán y Gabriel Turbay, presentaron programas en los que la idea de la unión nacional no era ajena al propósito central de sus campañas. Más tarde el doctor Alfonso López reiteró sus deseos de que se organizara un movimiento de carácter nacional enderezado a superar nuestras luchas internas, sobre las bases de la política de conciliación patriótica. Durante muchos días, en el ardor de la campaña, se debatió aquella tesis que su autor sintetizó en estos términos: “Como los caudillos de nuestras guerras intestinas, dando un gran paso adelante, se valieron de su autoridad en los días de la paz para situar definitivamente la lucha de los partidos dentro de la ley, así yo, como continuador de su tarea y abanderado de la reconquista del poder, he querido también, una vez cumplida la jornada de las reformas liberales, proponer y defender la colaboración nacional promoviendo la formación del

Frente Nacional. No me he quedado, como los jefes segundones de nuestras guerras civiles, cantando las excelencias de la lucha armada. He avanzado, como lo hubiera hecho Herrera y Uribe, a poner ‘la Patria sobre los partidos’”.

Y el doctor Eduardo Santos, otro ilustre ex presidente de la República, declaraba:

“Yo soy partidario de una política nacional. Lo he sido siempre. De una política de franca colaboración patriótica, sin intransigencias ni exclusividades, animada por el sentido de la solidaridad nacional”. El propio partido socialista democrático proponía la unidad nacional como afortunada divisa para un programa de gobierno.

Por otra parte, el señor doctor Laureano Gómez, insigne conductor del conservatismo, cuya desvelada inteligencia e inquebrantable voluntad han estado al servicio permanente de la República, venía combatiendo, desde la oposición, la tesis de los gobiernos de partido y clamando por la necesidad de una política de carácter nacional, que impusiera la unión de los colombianos frente a las angustias de la Patria. En tales circunstancias, el Directorio Nacional Conservador, integrado por valores muy destacados de la juventud colombiana, convocó una convención de los hombres representativos del conservatismo, para que, previo un atento examen de la situación del país, determinase la conducta futura de aquella comunidad política. Dicha asamblea histórica hubo de instalarse en Bogotá el 23 de marzo del corriente año; del mensaje del Directorio destaco los siguientes apartes:

“Invitados por el Directorio Nacional Unionista para expresar nuestro concepto sobre la mentada política de Frente Nacional, declaramos que el conservatismo prohíja toda política de unión patriótica, en cuanto ella signifique la conjugación de las distintas fuerzas de opinión pública encaminadas al mejor servicio de la Patria y en cuanto ella entrañe la rectificación sustancial de los gobiernos de partido. Al expresar esta adhesión con tanta sinceridad y franqueza, no hacíamos otra cosa que recoger el pensamiento de la opinión conservadora, que ante la perspectiva de una probable intervención de nuestro partido en la solución del problema presidencial, ha considerado necesario sofocar las aspiraciones  partidistas para que el próximo gobierno tenga un amplio respaldo nacional y con el apoyo de los mejores exponentes del país, pueda resolver con fortuna los problemas que gravitan sobre la Patria, en una época tan incierta para nuestro destino histórico”.

“Recomendamos a esta Convención —concluía el Directorio— una política de unidad nacional, inspirada en nobles concepciones patrióticas, alejada del sectarismo de partido, fundada en los postulados republicanos que han hecho la grandeza de la nación y adecuada a las exigencias de nuestra realidad económica y social, para el implantamiento de un gobierno generoso, que asegure el bienestar de la República por encima de las aspiraciones partidistas y de los odios de grupo”.

No podía ser más explícita y clara la opinión de tan autorizados personeros de un partido político. Así lo entendió la Convención, que, en forma unánime, ratificó aquella política aprobando una serie de postulados para un gobierno de Unión Nacional, entre los cuales

creo oportuno señalar los siguientes: “La Convención se da perfecta cuenta de que este

momento, uno de los más trágicos de la historia del mundo, en el que se contempla una profunda revolución en el campo espiritual, social, político y económico de los pueblos, requiere para el Gobierno de ellos, nuevos métodos, nuevos sistemas y nuevas orientaciones, para seguirle el paso a la cambiante movilidad de situaciones y de problemas que crea esta época llena de confusión e incertidumbre. Como consecuencia de estos hechos evidentes e inevitables, la Convención estima que en los años por venir, los gobiernos de partido son altamente perjudiciales para los pueblos, entre otros motivos, porque le restan a la labor común de protección y defensa del conglomerado social capaci-

dades y talentos, esfuerzos y virtudes que la sociedad tiene derecho a exigir de todos sus hijos en la horas difíciles de su historia”.

“En tal virtud lo que Colombia necesita en estos momentos es un gobierno de genuina unión nacional no contaminado del espíritu de partido, en que sean llamados a colaborar todos los hombres capaces para que, en completa armonía, en un haz apretado de voluntades y de esfuerzos, contribuyan a la obra común de progreso y bienestar nacionales. Esta será la forma de gobierno que implante el candidato de la Convención Nacional Conservadora si le fuere favorable la suerte de las urnas. Ningún espíritu de exclusivismo a represalia podrá animarlo”. 

Sobre estas bases amplias y generosas el partido conservador planteó ante el país su política, haciéndose eco de la opinión nacional y conjugando las aspiraciones de la Patria. Se trataba de reunir voluntades en torno de un programa de salud pública y de escoger el

personero que interpretará esos propósitos. Declaró con la más honda sinceridad que nunca pedí ni solicité, ni busqué en forma alguna, este honor máximo. Cuando él me fue otorgado, con inmerecida largueza, creí que se me designaba no por mis merecimientos ciudadanos, que son escasos, sino por mi temperamento ajeno a las querellas banderizas, libre de odios sectarios, y por el acento profundamente nacional con que be procurado presentar los problemas del país a la consideración de los colombianos.

En desarrollo del programa, que constituye la norma de la administración que voy a presidir, he llamado a colaborar en el Gabinete Ejecutivo y en las gobernaciones departamentales, a ciudadanos honorables, capaces y patriotas, pertenecientes a distintas agrupaciones políticas y a diversas regiones del país, y estoy seguro de que todos ellos sabrán interpretar el espíritu de sincera unión nacional y de firme lealtad democrática que anima mis propósitos y que espero ver realizado, con imperturbable decisión. No se trata de entregar a uno y otro partido determinados ministerios y gobernaciones, para que sean utilizados como feudos con un sentido exclusivista, que convierta cada una de esas posiciones en mezquinos baluartes. Lo que se per sigue es que, tanto en unos como en otras, prevalezca, 

en todo momento, un criterio amplio, sin distinción de partidos o de tendencias.

Durante cerca de siglo y medio de vida independiente nuestro pueblo ha venido luchando por la afirmación de su fisonomía legalista. Cierto que la locura de las guerras civiles nos precipitó muchas veces a buscarle en las soluciones de la fuerza, el triunfo de los ideales opuestos. Pero la amarga experiencia hubo de demostrarnos que el humo de los campamentos sólo era índice de barbarie. La civilización colombiana, trabajosamente lograda en callado esfuerzo creador que venía realizándose durante los períodos de paz, padecía en cada revuelta hondos quebrantos; el escaso progreso nacional desaparecía, la riqueza pública quedaba destruida; la anarquía nos devoraba y un espectáculo de desolación y de ruina presentaba la Patria. A más de que el vencedor tenía que vivir permanentemente en guardia, frente a las asechanzas del vencido, multiplicando ejércitos y delatores, obligando a establecer un régimen pretoriano para asegurar su defensa, que llegó a constituir la principal y casi única de sus preocupaciones, toda vez que la labor estrictamente administrativa no podía tener cabida dentro de un ambiente caldeado por el sobresalto y la revuelta.

La prolongación de este espíritu de intolerancia y fanatismo habría llevado seguramente a la disolución de Colombia, si patriotas altamente inspirados de todos los partidos no hubieran dado un alto en la carrera desenfrenada hacia el abismo. Fue así como por consenso unánime de los colombianos renunciamos definitivamente a la violencia; estabilizamos la paz y entregamos la solución de nuestras disputas al fallo de las urnas. Hoy existe una firme conciencia legalista que hace indestructible nuestra formación republicana. Los regímenes de fuerza están abolidos; los cuerpos armados se hallan al servicio exclusivo de las leyes y el criterio de partido en la conducción de los negocios públicos no merece sino la general reprobación de los ciudadanos.

El principio básico del acatamiento a la autoridad, que, al decir de un ilustre estadista, “no es en el fondo sino el respeto que el pueblo se profesa a sí mismo y que le da derecho a ser respetado por los otros pueblos”, es tan firme en la conciencia colombiana, que ningún brote anárquico sería capaz de conmoverlo. Y es que la autoridad —para citar la misma fuente— “no es otra cosa que la personificación de las instituciones que la voluntad popular ha creado en su propio servicio y provecho”, por lo cual es al mismo pueblo al que corresponde velar por su conservación y solidez.

Por su parte, el gobierno, en cumplimiento de deberes elementales, será inflexible en la defensa de ese esencial principio, haciendo que sea mantenido a la altura que le corresponde en una república civilizada, que ha colocado como divisa de su escudo, al par con la proclamación de la libertad, la afirmación del orden.Necesitamos fortalecer las bases esenciales de la nación para que la paz pública se asiente sobre inconmovibles cimientos. Es preciso extirpar de raíz el fraude y la violencia, rodeando al ciudadano, cualesquiera que sean sus convicciones, de las más absolutas garantías. Los agentes de la administración deberán ser celosos intérpretes de esta política que estoy decidido a practicar sin vacilaciones. Ninguno de ellos podrá ejecutar actos enderezados a romper, o a deformar si-

quiera, la línea de imparcialidad del gobierno. Espero de las corporaciones electorales una conducta semejante y de los partidos un apoyo sincero. Esta es una tarea común, una cruzada de buena voluntad de los ciudadanos de todas las tendencias, que necesariamente se perturba si hay grupos hostiles que opongan resistencia al logro de estos fines.

Es preciso proclamar de la manera más enfática que el pleno derecho del sufragio no descansa simplemente en la libertad para depositar un voto en las urnas, acto que corresponde garantizar a la Rama Ejecutiva del Poder, sino que forma también parte esencialísima del proceso electoral la completa cedulación de los ciudadanos y la eliminación de toda posibilidad de que alguien ejercite el sufragio en condiciones irregulares, por no tener la edad requerida o por el uso de la múltiple cedulación. Mientras ocurran hechos de esta índole, no podemos hablar sinceramente de la existencia en Colombia de un sufragio libre y puro.

Esta labor exige la importante y decisiva colaboración de las corporaciones electorales, y es absolutamente indispensable para el logro del régimen de concordia y de paz en que estamos empeñados, que dichas entidades cumplan rigurosa, oportuna y eficazmente su cometido. Todo intento de violar o de falsear el derecho de cedulación será combatido por el gobierno con el mismo rigor y la misma tenacidad con que rechazará cualquier otra adulteración del voto popular.

La democracia es un sistema que por su misma naturaleza necesita, más que ningún otro, del esfuerzo solidario de las autoridades y del pueblo para mantenerlo vigente. No dudo de que los colombianos entienden así esta suprema necesidad de la Patria y que no habrán de negarme su concurso a fin de establecer un verdadero cordón sanitario contra las costumbres viciadas que aún nos quedan. Un sufragio exento de coacción, por parte de las autoridades encargadas de garantizar su pureza de violencia multitudinaria y de fraude urdido por corporaciones electorales, deberá ser la aspiración constante de todos los buenos ciudadanos y el resultado de un clima de mutuo respeto entre los partidos, que acabe con los odios sectarios.

Es ésta una política de puertas abiertas, sin sorpresas ni cálculos, que sólo exige como única condición para su vigencia, la lealtad y el limpio juego de los partidos.

La actitud de perfecta imparcialidad por parte del gobierno no estará condicionada a la conducta que estimen conveniente observar los partidos frente a la Rama Ejecutiva del Poder. Estoy seguro de que cada una de las agrupaciones políticas habrá de cumplir la totalidad de su deber para con la República, moviéndose estrictamente dentro de los cauces legales, con la más absoluta independencia en sus ideologías y organizaciones, como corresponde a hombres libres y patriotas. El gobierno pondrá toda su influencia y la auto-

ridad de que disponga para salvaguardar el derecho del más humilde de los ciudadanos, cualesquiera que sean las circunstancias que le toque en suerte afrontar.

Ningún sentimiento de hostilidad podrá existir contra nadie y aspiro a que no pueda hacerse cargo justo al gobierno por su conducta en materia electoral. Como lo expresé en la pasada campaña, al término de mi mandato “el Poder pasará de mis manos a las de quien sea libremente elegido por el pueblo, y si ese ciudadano perteneciere a un partido político distinto de aquél cuyos principios profeso, no sólo no tendré a mengua o desprestigio el realizar la entrega del mando, sino que, por el contrario, ejecutaré ese acto con la

más sincera y absoluta devoción democrática y con la convicción de estar cumpliendo el más alto de los deberes de un magistrado, a la vez que escribiendo una nueva página de gloriosa imparcialidad y tradición republicana en los anales de la Nación” .

Pero no es sólo la estabilidad política, con todo y ser tan esencial en la vida de los Estados, la que reclama una atención preferente. Existe una honda cuestión social que preocupa a todos los países y de cuya solución acertada depende, hoy más que nunca, la tranqui-

lidad de los pueblos. 

El gobierno que hoy se inicia cuenta como un deber indeclinable de su acción, el mejoramiento del nivel de vida de los colombianos y muy principalmente de aquella parte de nuestros compatriotas menos favorecidos por la fortuna. Atravesamos una época particu-

larmente difícil de la historia, en que la cuestión social ha llegado a ser básica en toda actividad política.

En las dos sangrientas crisis que ha sufrido la civilización occidental en este siglo, la de 1914 y 1939, desaparecieron muchos principios que se consideraban inamovibles, se modificaron profundamente no pocos sentimientos, se esfumaron acariciadas ilusiones. Pero la ardiente esperanza de las muchedumbres, el vital afán de tener una mayor participación en los bienes de la tierra y en los de la cultura, supervive a las catástrofes y forma hoy un vasto clamor universal que se acrecienta, lejos de amortiguarse. Por eso es deber irrenunciable del hombre de Estado satisfacer esos anhelos de su propia gente y cooperar con los demás gobiernos y entidades, en la tarea de realizar, a todo trance, la justicia social de que tan necesitados se hallan los pueblos.

Así como en el panorama internacional los acontecimientos de esta época constituyen la mejor y más severa enseñanza para demostrarnos que la lucha armada entre las naciones no resuelve ningún problema, el conflicto violento entre las clases sólo deja un saldo de pobreza y anarquía. La paz entre los pueblos, como entre las clases sociales, constituye base indispensable para alcanzar la justicia y el bienestar a que aspiramos.

La honda diferencia de los niveles de vida constituye causa estimulante para el desorden y el hostil distanciamiento en la sociedad. La democracia auténtica ha escogido métodos jurídicos para lograr un equilibrio en aquellas irritantes desigualdades. Tengo confianza absoluta en las virtudes de la ley, para encontrar soluciones equitativas, aun en medio de aquellas situaciones en que parece imposible el acuerdo pacífico.

Ni el Estado, ni el derecho son la expresión de una clase dominante y egoísta. El Estado moderno no puede ser el servidor de singulares intereses, sino el intérprete de la justicia, el vocero de la voluntad nacional, el máximo propulsor del engrandecimiento patrio.

En la América, como en la mayor parte de los países civilizados, las transformaciones del derecho están inspiradas en un sentido cada vez más social, apartándose de la ortodoxia individualista, que había primado desde los días de la revolución francesa. Colombia no

se ha quedado atrás en este vasto movimiento. Nuestra legislación social ha tenido un notorio y progresivo avance. Y como lo he dicho en diversas ocasiones, ningún gobierno puede intentar un retroceso. Afortunadamente nuestras dos grandes colectividades políticas han aportado, en su día y en su hora, ingentes esfuerzos para hacer más equitativas las relaciones entre el capital y el trabajo.

El hecho de que tanto el partido liberal como el partido conservador no sean agrupaciones clasistas, es decir, que sus componentes humanos los forman proletarios, gentes de la clase media, intelectuales, capitalistas, es circunstancia que favorece en gran manera el entendimiento para regular legalmente las continuas diferencias que se presentan.

Quedaría fácil hacer una comparación detallada de las iniciativas y realizaciones que en materia social ha llevado a término cada uno de los grandes partidos tradicionales. Pero ello implicaría una enumeración extensa, impropia de un discurso como el presente. No está, sin embargo, por demás, recordar que entre 1905 y 1931 se expidieron leyes sobre descanso dominical, accidentes de trabajo, reglamentación del derecho de huelga, sindicatos, creación de la Oficina General del Trabajo, iniciación del seguro colectivo, habitaciones

obreras, higiene industrial, protección infantil, higiene en las explotaciones de hidrocarburos, en las haciendas y muchas otras más.

Es verdad que en Colombia, como en los demás países de reciente industrialización, la mayor aplicación de las leyes sociales ha tenido lugar en los últimos años y dicho fenómeno se debe, lógicamente, al crecimiento de las empresas, de las obras públicas, de la economía en general.

Sería un signo de evidente superficialidad hacer creer a las gentes que un problema de la magnitud y complejidad del que encierra la cuestión social, depende exclusivamente de determinados factores, ya se trate de la cuantía del salario, derecho de huelga, o de ciertas prestaciones. La realidad es más vasta y profunda. Así, por ejemplo, de muy poco servirá que los empresarios en sus fábricas, talleres y haciendas, tengan a sus trabajadores en las mejores condiciones posibles de higiene, si por fuera de las empresas la sanidad permanece en estado deplorable. Mientras no se lleve a cabo una eficaz campaña de sanificación en todo el país, para eliminar radicalmente los males que están minando el vigor de la raza, el esfuerzo de los empresarios en esta materia será de poca significación.

Complemento de esta política tiene que ser la de la nutrición del pueblo colombiano, no sólo de los trabajadores adultos sino también y principalmente de las mujeres y de los niños, para que obedezca a normas siquiera racionales, pues en muchos departamentos su

gravedad ha adquirido proporciones alarmantes. Es consecuencia lógica de este orden de ideas la defensa del pueblo contra el alcoholismo. La producción y el comercio de licores embriagantes constituyen el principal arbitrio rentístico de las entidades departamenta-

les. Esta situación hay que modificarla en el menor tiempo posible, haciendo uso de medidas tales como el deslinde de patrimonios y servicios entre la nación, los departamentos y los municipios, a fin de que las entidades seccionales no sigan dependiendo de la renta de licores y pueda así acometerse en forma efectiva, la campaña antialcohólica.

Nada ganamos con aumentar los salarios si éstos no han de llegar al seno del hogar que tanto los requiere, sino que han de servir para incrementar las rentas de licores. Otro ejemplo, que demuestra el error de tratar estos asuntos en forma fragmentaría es el relativo al aumento de salarios. Sin duda alguna, los jornales en Colombia, por término medio, son muy bajos. El alza que se efectúa no viene en muchos casos a acrecentar la capacidad de compra de los trabajadores, porque paralelamente al aumento del salario se encarecen todos aquellos artículos de que el obrero es necesario consumidor. La ventaja aparente queda entonces anulada. 

El aumento del que vengo hablando es indispensable. Más lo que debemos atacar es el mal en sus raíces profundas. Hay que detener el encarecimiento progresivo de la vida, para que el aumento nominal de los jornales corresponda a un amplio y efectivo mejoramiento de la situación económica, del trabajador y de su familia. La carestía de la vida no es sino el punto neurálgico de un gran desequilibrio en el organismo económico. 

Es indispensable poner en práctica una serie de medidas que abarquen el problema. El tiempo de que dispongo no me permite analizar en detalle los distintos medios encaminados a remediar esta situación aflictiva. Sin embargo, no sobra decir que considero inapla-

zable controlar la inflación monetaria que agudiza dicho estado de cosas. Los sistemas de transportes son también en esta materia un factor preponderante que merecerá la atención máxima del gobierno. Combatir la obra antisocial de los especuladores, fomentar el movimiento cooperativista, y, por sobre todo, impulsar la producción agrícola del país, son medidas que la necesidad pública reclama. Ahincadamente pido la colaboración del Congreso, las Asambleas, los Concejos Municipales, las instituciones de crédito, las empresas agrícolas, las organizaciones sindicales, para librar victoriosamente la batalla contra el alza inmoderada de la vida.

Cabe aquí analizar el problema de la intervención del Estado, que es sencillo y complejo al mismo tiempo. Lo primero se puede afirmar desde el punto de vista de la aceptación inequívoca del principio, es decir, que el Estado contemporáneo es fundamentalmente intervencionista. Entre nosotros se ha cerrado la etapa de la discusión teórica, y nuestra Constitución establece claramente la injerencia del Estado para regular muchas relaciones que antes se consideraban del dominio propio de la iniciativa privada. Además, hay una cuestión de hecho, que resulta superior a bizantinas discusiones. Vivimos en un mundo en que el Estado, obedeciendo a fuerzas sociales de irresistible impulso, ha tenido que ampliar la esfera de sus dominios, muy principalmente en el campo económico. Estamos en presencia de una economía de transición en la cual el Poder Público no puede renunciar a su actividad permanente y orientadora. Los pueblos que sufrieron directamente los estragos de la guerra y los que recibieron sus repercusiones, tienen necesariamente que organizar la vida económica, con un sentido solidario, buscando cada vez un mayor bienestar, bajo el imperio de la justicia.

El problema que analizo resulta complejo en sus aplicaciones prácticas. A medida que el Estado extiende la órbita de su acción, hácese indispensable tener en sus manos los elementos más eficaces y rápidos para que su obra resulte fecunda. Requiérese, para ello, una burocracia sólidamente preparada con los conocimientos que da hoy la ciencia de la administración, y una invulnerable contextura ética, porque es precisamente en estos dos puntos donde suele fallar, a veces, con gran perjuicio público la intervención del Estado.

Sucede que el volumen de negocios que se manejan desde el gobierno hace muy grave la incompetencia de los funcionarios, y los grandes intereses particulares suelen aprovecharse de ilícitas ventajas al amparo de las fallas morales que pueden surgir entre el elemento burocrático. El gobierno será intervencionista en la medida que las necesidades colectivas así lo exijan y se da perfecta cuenta de la extraordinaria responsabilidad que por tal concepto le incumbe. Por esto, su criterio de selección técnica y de moral administrativa serán puntos sobre los cuales no podrá transigir.

El establecimiento del seguro social obligatorio, como muy bien lo habéis dicho, Excelentísimo señor, es la única forma de realizar el ideal que en frase feliz definió el presidente Roosevelt al hablar de las cuatro libertades esenciales de la democracia: “la liberación de la necesidad”. El proyecto del seguro social obligatorio que cursa en las Cámaras y que confío será convertido en ley con las modificaciones que fueren aconsejables, es apenas el instrumento de que el gobierno podrá hacer uso para iniciar entre nosotros la aplicación de tan complejo cuanto indispensable servicio.

El país, y de manera particular las clases trabajadoras, debe comprender que la implantación del Seguro Social obligatorio en forma eficaz, es tarea lenta y difícil que requiere mucho estudio y gran prudencia en su aplicación, para no llegar a un fracaso que sería la muerte definitiva de tan benéfica reforma. Sólo la práctica podrá indicarnos las deficiencias y las enmiendas de que sea susceptible, dadas las características de nuestro medio. 

No por conocida es menos cierta la afirmación de que el problema agrícola, considerado por todos sus aspectos, es el máximo que contempla el país en el orden económico. Su solución interesa no sólo a los campesinos sino también a los habitantes de las ciudades, ya sean estos empleados públicos o particulares, obreros de la industria o de la construcción, empresarios, banqueros o comerciantes, puesto que sobre la agricultura descansa el andamiaje de nuestro progreso económico y, lo que es más importante, el de nuestra estabilidad social y política.

Punto principal en esta materia es acabar con la inseguridad rural, enemiga del agricultor laborioso y honrado, lo que exige una policía suficiente y bien dotada, a la vez que se hace indispensable que de parte de las autoridades se castigue en forma rápida y efec-

tiva la delincuencia en los campos. Sobre este problema me permito llamar muy especialmente la atención del Parlamento.

El progreso de los grandes pueblos del mundo ha marchado paralelamente con la riqueza de su suelo, y la decadencia y empobrecimiento de éste ha sido índice de la desaparición de naciones antaño poderosas y prósperas.

El estudio de nuestro suelo, su defensa, su mejoramiento, la eliminación de sistemas primitivos de destrucción de los bosques, la repoblación forestal, el empleo de los abonos químicos y orgánicos, forman parte esencial de la plataforma agrícola que el gobierno se

propone llevar a cabo. El abaratamiento del crédito es necesario para los objetivos que señaló. En materia de crédito bancario se observa en el país un enorme desequilibrio entre las grandes cantidades de dinero que se concentran y acumulan en las entidades respectivas, para fines que pudiéramos llamar urbanos y la ausencia manifiesta de esos recursos para las labores del campo. La propiedad tiene funciones sociales que cumplir en relación con la economía y este concepto debe aplicarse a la industria bancaria, en el sentido de que a ella corresponde acudir con sus recursos y servicios en defensa de los puntos más débiles y necesitados, como son las labores agrícolas, la construcción de viviendas baratas y la financiación de las cooperativas de distinta índole.

El crédito agrícola debe orientarse principalmente a la defensa y ayuda del pequeño propietario, a quien es preciso rodear de toda clase de elementos, comodidades y garantías a fin de contener la despoblación de los campos y la creciente congestión de las ciudades.

El propósito de esta política agraria debe consistir en multiplicar los propietarios mediante los sistemas aplicables en cada caso. El deseo de poseer siquiera aquellos elementos más indispensables para la vida y el bienestar de los individuos, es una característica esencial de la naturaleza humana. Si las gentes pueden establecer un derecho de propiedad sobre una parcela de labrantío, una vivienda, una cosecha, experimentan con ello una sensación de estabilidad, de seguridad y de equilibrio, cuyos efectos en el orden político y social resulta grato imaginar.

Dentro del programa agrícola quiero destacar de manera especialísima lo relativo a un plan combinado de control de inundaciones, de regulación de las aguas, de irrigación y de producción de fuerza eléctrica, como pude observarlo en mi reciente viaje de estudios a

Norteamérica en las obras llevadas a cabo en el Valle del Tennessee.

Tengo la convicción íntima de que el día en que lográramos realizar un plan semejante, guardadas las proporciones del caso, en los ríos de la parte poblada de nuestro país, habríamos efectuado una revolución agrícola, industrial y social de proporciones extraordi-

narias. 

Quiero poner ante los ojos de los colombianos esta perspectiva al lado de otras de alcance parecido, como la explotación en grande escala de nuestros recursos carboníferos, el aprovechamiento técnico de millones de toneladas de madera existente, en las hoyas de

nuestros grandes ríos navegables, el desarrollo de nuestra riqueza petrolífera, la industrialización de nuestros productos agrícolas, la empresa Siderúrgica de Paz del Río, porque estoy convencido de que a los pueblos hay que fijarles metas ambiciosas para que se habitúen a pensar en grande y a obrar con audacia, disciplina y tenacidad en lugar de gastar energías en modestos objetivos o en menudos afanes políticos.

Por lo que respecta a la situación de la industria colombiana, en los momentos actuales, ella tiene varios aspectos de semejanza con el proceso industrial de los Estados Unidos a fines del siglo XVIII, cuando se escribió la célebre memoria proteccionista de Alejandro Hamilton, y es, por lo tanto, lógico que nosotros aspiremos a la defensa de esa naciente y próspera rama de nuestra actividad económica, que tan señalados servicios acaba de prestarnos en la reciente emergencia internacional.

No se pretende preconizar la tesis del nacionalismo agudo ni del proteccionismo exagerado, con tanta razón proscritos de la nueva organización mundial que aspiran a darse las democracias en la postguerra, ya que aquellas tesis, o mejor aún, su aplicación, han sido

causa principalisima de los conflictos armados que han empobrecido y diezmado a la humanidad de nuestro tiempo.

Únicamente se busca colocar en cierto pie de igualdad a los distintos países democráticos, para poder llevar a la práctica propósitos tan esenciales como los que inspira el artículo 55 de la Garla de las Naciones Unidas, que ordena “promover niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos y condiciones de progreso económico y social”. Se trata de una aspiración legítima, expuesta en forma autorizada en La Conferencia de Chapultepec, de lograr la justa protección aduanera, indispensable para defender las nacientes industrias en un período crítico para su desarrollo y crecimiento. Siguiendo la aspiración máxima del pueblo colombiano, el Gobierno estudiará con gran interés lo relativo a la reforma de la tarifa de aduanas y a la consiguiente repercusión de los tratados de comercio.

Protegidas y amparadas por el Estado, deben las industrias intensificar su aporte a la solución de los grandes problemas de la Patria, tratando en primer término de servir equitativamente a los consumidores y de mejorar el nivel de vida de las clases obreras y

campesinas. El gobierno velará porque la protección aduanera no se traduzca en beneficio exclusivo de unos pocos, sino que se extienda a la gran masa de los colombianos.

Sigue siendo el café, por un imperativo geográfico de nuestro territorio, el principal producto de exportación del país, lo cual quiere decir que, gracias a él, podemos atender al pago de nuestras importaciones, al servicio de nuestros compromisos en el exterior y al sostenimiento de nuestro sistema monetario.

El consumo de este producto en los Estados Unidos ascendió el último año cafetero a cifras inigualadas antes, pasando de veintiún millones de sacos; y el valor del café colombiano exportado en el mismo año subió de doscientos diez millones de pesos, lo que representa un altísimo porcentaje del valor total de nuestro comercio de exportación. Esta cifra habla por sí sola, y en forma concluyente, de la importancia capital de la industria del café dentro de nuestra economía y explica por qué a cada alza o baja en su precio se afectan todos los valores colombianos, hecho que no ocurre con ningún otro de nuestros productos agrícolas, industriales o mineros.

Existe sin embargo, un aspecto inquietante en la posición actual de nuestra industria básica, y es el hecho de que la política de diversificación de cultivos, dentro de la hacienda cafetera, que preconizó en otra época la Federación Nacional, ha sido modificada desventajosamente debido a múltiples circunstancias, entre ellas la discutida Ley de Tierras y la inseguridad de los campos. Dicho estado de cosas, que es preciso modificar, no es el más apropiado para afrontar cualquier situación, transitoriamente desfavorable en el mercado que, en este como en cualquier otro negocio, pueda presentarse.

Es errónea la tesis de que la existencia de nuestra industria cafetera constituye un obstáculo para que el país diversifique sus actividades en varios aspectos de la vida agrícola e industrial y se preocupe por producir otros artículos de exportación.

Notable, es sin duda, el progreso alcanzado por Colombia en muchos órdenes de su actividad y sea ésta la ocasión de afirmar que en nuestro desarrollo material, como en lo que concierne a la organización jurídica de la Nación, al respecto por la legalidad, a las realizaciones educativas, al crédito agrario, a la defensa cafetera, al desarrollo industrial, a la legislación social, cuyo alcance hube de analizar anteriormente y en general a todas las obras nacionales, no podría hablarse con criterio exclusivista de realizaciones liberales o conservadores, ya que nuestros dos partidos han venido colaborando con idéntico patriotismo, desde los comienzos del siglo, en la empresa común de la reconstrucción colombiana, después del tempestuoso y anárquico período de las guerras civiles.

Con gran oportunidad habéis presentado vos, Excelentísimo señor, un análisis pormenorizado y numérico del progreso alcanzado por el país en las últimas Administraciones ejecutivas, desde 1930 hasta hoy. Estos balances periódicos son, sin duda, de innegable provecho, ya que, a través de ellos, puede formarse exacto juicio sobre nuestro adelanto general, a la vez que es posible apreciar mejor la situación de los distintos ramos administrativos y de nuestro desarrollo económico, para establecer exactamente en cuáles aspectos hemos progresado en forma satisfactoria y cuáles son aquellos donde el avance ha sido particularmente lento.

Es sensible que las variaciones intensas del poder adquisitivo de nuestra moneda, no nos permitan sacar conclusiones precisas de las simples comparaciones numéricas. La gran desvalorización monetaria, consecuencia lógica del extraordinario aumento del medio circulante y de los signos de cambio, ocurrido en el período de 1931 a 1946, y que dificulta notoriamente la apreciación comparativa, dentro de un terreno real, de las cifras financieras correspondientes a uno y otro año, explica el porqué, a pesar de los guarismos logrados por los presupuestos nacionales, departamentales y municipales, no alcanzan éstos, en la mayoría de los casos, a satisfacer convenientemente las crecientes necesidades de la  Administración.

No creo inoportuno recordar al respecto que en 1930, llevado por el mismo celo patriótico que ahora os inspira, procuré establecer en breves artículos periodísticos el resumen de los progresos de distinta índole alcanzados por el país desde el año de 1910 basta el año de 1927. En la primera de estas fechas ocurrieron fenómenos de carácter económico tan trascendentales como el de la estabilización del papel moneda y acontecimientos políticos de tal naturaleza significativos para nuestra cultura, como el acuerdo de los partidos alrededor del Acto legislativo reformatorio de la Constitución Nacional, que encauzó definitivamente al país por las sendas seguras de su estabilidad democrática.

Tomé el año de 1927 como término de la ecuación que hube de plantear para mis conclusiones de entonces, porque en ese año no se había hecho sentir aún en forma apreciable la influencia de los empréstitos externos, la cual sólo se convirtió en factor determinante durante los años de 1928 y 1929.

En el orden administrativo hube de referirme a obras de tanto alcance como la fundación del Banco de la República, del Banco Agrícola Hipotecario, de la Contraloría General, de la Superintendencia Bancaria, de la Federación Nacional de Cafeteros, de los Almacenes Generales de Depósito y de otras no menos importantes. Mencioné igualmente la expedición, en dicho período, de leyes, tales como las que se refieren a la formación y fuerza restrictiva del presupuesto. a la de establecimientos bancarios e instrumentos negociables, la reforma de la tarifa aduanera y en forma especial, la gran revolución tributaria ocasionada por la implantación en Colombia del impuesto progresivo sobre 

la renta, hecho éste que suscitó la admiración y el aplauso de la célebre Misión Kemmerer que vino al país por aquel tiempo, contratada por la Administración Ospina.

Al hacer el estudio a que vengo refiriéndome encontré cifras tan interesantes como la que arrojaba el aumento de la exportación del café, que de quinientos mil sacos en 1910, subió a cerca de tres millones en 1927. Respecto al Presupuesto Nacional, de diez millones setecientos mil pesos a que ascendía en 1910, alcanzó en 1927 a sesenta y tres millones doscientos mil pesos. Algo semejante aconteció en el comercio exterior, que de cuarenta millones cuatrocientos mil pesos en 1910, se elevó a doscientos veintiocho millones setecientos mil pesos en 1927. El solo renglón de exportaciones, de diez y siete millones cuatrocientos mil pesos, se remontó a ciento seis millones de pesos, en el mismo período.

En el año de 1910, el medio circulante era de doce millones de pesos, sin respaldo alguno efectivo, en tanto que el 30 de junio de 1927, el medio circulante en el país era de setenta y un millones ochocientos mil pesos, con un respaldo efectivo en oro físico de más de cuarenta y dos millones de pesos. El valor de la propiedad raíz, de doscientos millones de pesos en 1910, llegó en 1927 a mil trescientos cincuenta y siete millones de pesos. El valor de la propiedad en el Departamento de Antioquia, según avalúo catastral, era de treinta y seis millones doscientos mil pesos en 1912, y de doscientos ochenta y cuatro millones de pesos en 1927. Todas estas cifras dan un aumento en promedio para cada uno de los renglones analizados, entre el 600 y el 700 por ciento, durante el aludido período de 17 años.

En materia de comercio internacional, pude encontrar datos de tan capital importancia como los suministrados por el “Commerce Reports”, órgano del Departamento de Comercio de los Estados Unidos, y el “Memorándum sobre Comercio Internacional y Balanza de Pagos”, publicación autorizada de la Liga de las Naciones, donde aparece que en la época comprendida de 1913 a 1927, Colombia fue el país de América que alcanzó índices más altos en el aumento de su comercio internacional, superando proporcionalmente a naciones como los Estados Unidos, la Argentina, el Brasil y Méjico.

En el año de 1930, la red total de ferrocarriles colombianos era de 2.905 kilómetros en explotación y 454 kilómetros en construcción y la red de carreteras y caminos de 107.615 kilómetros. Además de esto, numerosas obras públicas de diversa índole se habían lleva-

do a cabo o se habían iniciado vigorosamente entre 1920 y 1930, tales como las de Bocas de Ceniza, bahía de Cartagena, puerto de Buenaventura, Canal del Dique, mejora del río Magdalena y de sus puertos, puentes, cables aéreos, edificios públicos y empresas de   servicios municipales en muchas ciudades y poblaciones del país.

Por su parte, las industrias agrícola, pecuaria, manufacturera y minera habían hecho grandes adelantos.

Las universidades con sus respectivas facultades de Ingeniería, de Agronomía, de Derecho, de Medicina, de Veterinaria, de Odontología, de Filosofía y Letras y de Comercio, de que hoy nos ufanamos, estaban en plena actividad científica y cultural. En la educación femenina, las Escuelas Normales y el Instituto Pedagógico Nacional daban espléndido rendimiento, al preparar un valioso personal docente bajo la experta dirección de

misiones extranjeras contratadas por el gobierno. El Ejército había afianzado su formación republicana y constantes misiones militares contribuían a darle una organización cada vez más técnica, elevándolo sobre las pasiones políticas. La Nación avanzaba ambiciosamente y nada quedaba del país empobrecido por el exceso de las guerras civiles, porque lo que aparecía ya en aquella época era una Patria laboriosa y progresista, celosa de la legalidad que transfiguró sus destinos y a cuyo amparo pudo llevarse a cabo, en 1930, la transmisión pacífica del mando de uno a otro partido. 

Fácil es concluir, Excelentísimo señor, tanto de los importantísimos datos aducidos por vos, como de los que acabo de recordar, cuánto es el beneficio adquirido por la República bajo la inspiración de la paz y de la organización republicana que la Nación se ha dado. Es el esfuerzo conjunto de los hombres de todos los partidos, como muy bien lo habéis hecho notar, la índole laboriosa del pueblo y la responsabilidad de los dirigentes, lo que ha hecho posible la reconstrucción de esta Patria cuya gloria común es el único premio que podemos ambicionar todos sus hijos. No cabría la distinción sutil entre obras liberales y conservadoras, porque, si bien se observa, todas ellas aparecen como el resultado de esfuerzos mutuos, y por qué de prosperar una tesis semejante, crearíamos un artificio peligroso, precipitando a cada partido a abandonar o desvirtuar la obra de los adversarios para afirmar la propia.

El Gobierno habrá de mirar con profundo interés y beneplácito cualesquiera de las sugestiones o enmiendas que presente el Parlamento en el deseo de lograr un mayor criterio. La legislación será tanto más sabia y eficaz, cuanto mejor aparezca como el resultado de la conjunción de los esfuerzos y de las voluntades del Ejecutivo y del Congreso. Lo importante no es el triunfo o la derrota de esta o aquella iniciativa, sino el logro de los instrumentos legales capaces de solucionar acertadamente los problemas más importantes que la Nación afronta.

El gobierno, sin poner amor propio en sus puntos de vista, los presentará a la consideración del Parlamento, defendiéndolos allí con un claro concepto del bien público, único objetivo que inspira sus acciones. Más, si la situación económica del país es buena, en líneas generales, no acontece lo mismo con la situación fiscal, pues debido al creciente desarrollo de las actividades del Estado y a la necesidad de acometer nuevas obras sociales y de progreso material, los recursos ordinarios son insuficientes y han venido siéndolo así en los últimos años, en que los presupuestos se han equilibrado con la ayuda del crédito público.

Para el año entrante, según lo anuncia el señor ministro de Hacienda, existe un déficit de cerca de cincuenta millones de pesos, entre las apropiaciones indispensables ya debidamente recortadas y las probables entradas fiscales. Esto sin tener en cuenta las erogaciones correspondientes a las iniciativas que se sirva tomar el Congreso en la presente legislatura. 

Tres son los sistemas indicados para solucionar una situación de esta índole: disminución de los gastos públicos, aumento de las rentas y empleo del crédito. La disminución de los gastos es muy relativa y a veces casi insignificante, pues ella no puede hacerse en forma tal que entorpezca el normal funcionamiento de la Administración o recorte de manera inconveniente las tareas esenciales del Estado. Por otra parte, el natural desarrollo del país en sus distintos aspectos exige la ampliación permanente de ciertas actividades públicas y la creación de otras nuevas, como el seguro social obligatorio, la enseñanza técnica obrera, la reconstrucción de los suelos, la investigación científica de las posibilidades naturales, iniciativas de las cuales no podría prescindirse sin afectar notoriamente el progreso del país.

La creación de nuevos tributos de carácter directo es aceptable sobre la base de que ellos estén inspirados en la estricta justicia distributiva, basada en la capacidad de pago de los contribuyentes y en forma que no alcancen a contener o a perjudicar el desarrollo nacional. Sobre este tema ampliará el gobierno sus puntos de vista, que coinciden con la orientación de los proyectos presentados por el señor Ministro de Hacienda. Por último, ocurre generalmente que aun cuando se apele a nuevos tributos, no siempre es posible prescindir de un solo golpe del uso del crédito cuando se trata de saldar un déficit tan apreciable como el que se presenta para el año venidero.

Una objeción fundamental que se ha hecho últimamente al uso del crédito interno para el servicio público, es la de que en esta forma se aumenta la inflación monetaria. La manera de evitar este escollo en el presente caso podría ser la de acudir al uso de libranzas de tesorería, de plazo corto, las cuales no provocan inflación y pueden ser retiradas en vigencias posteriores, sin necesidad de convertirlas en obligaciones a largo plazo, si el aumento de las rentas públicas así lo permitiere. Confío en que las Cámaras Legislativas se

ocuparán seriamente de esta situación y contribuirán a solucionarla en beneficio del país.

El problema de la educación, principalmente en lo que se refiere a la enseñanza primaria, constituye uno de los puntos centrales de todo programa de gobierno.

Este negocio capital del Estado ha preocupado siempre la atención de los mandatarios, ya que nada puede construirse en el campo cultural, social y económico sin tener como sólido fundamento la educación del pueblo. No es posible que continúe manteniéndose el desequilibrio que ofrecen unas minorías intelectuales, frente al caudaloso analfabetismo y a la falta de preparación técnica de las clases trabajadoras. La responsabilidad de los gobernadores está comprometida a este respecto.

Es hora de que volvamos a sentir la ambición histórica de procurar para Colombia un puesto de singular relieve en el campo de la cultura. Sólo que si en el pasado se destacaron nuestros grandes humanistas para darle a la patria un prestigio continental, hoy necesitamos que el grado de nuestra cultura media sea tan visible y poderoso que la sensación de que ella no es simple privilegio de minorías, sobre una masa ignorante y resignada, sino razón vital de todo un pueblo empeñado en superarse a sí mismo.

Motivo de especial preocupación debe ser lo relati vo a la educación femenina en todas nuestras capas sociales. La mujer viene desempeñando un papel decisivo en la historia de la república, papel que está destinado a ampliarse y diversificarse día por día. Ella, sin descuidar las tareas esenciales del hogar, se encuentra vinculada hoy a una serie de actividades que la hacen más interesante. La época moderna la impulsa a tareas desconocidas antes para ella, como la asistencia social, el servicio público, la actividad profesional, la misma actividad política, y esto, lejos de constituir un hecho inquietante, es un suceso que debemos recibir con alborozo, toda vez que le comunica un gran contenido moral a la vida del Estado, urgido, ahora más que nunca, de esos poderosos aportes.

La defensa del orden público y la guarda de las fronteras son funciones primordiales de las Fuerzas Armadas de la Nación. Desde los orígenes de la república se ofreció a la admiración de la crítica una especie de paradoja en que se exhiben dos fases interesan-

tes de nuestra raza. De la entraña misma de nuestra índole civil, republicana y legalista, surge el ánimo resuelto, el incontrastable valor y la ocasión para transformar a nuestros hombres en soldados que en todos los tiempos supieron defender la independencia, la soberanía nacional, la libertad y la justicia, del propio modo que han sido nuestros máximos guerreros modelos de gobernantes civiles, que no han querido acudir a la fuerza para defender posiciones ilegítimas o para provocar mudanzas institucionales. 

Tan gloriosa tradición debe ser conservada, pero el progreso en todos los órdenes de la vida social contemporánea, implica el deber de mejorar la organización del Ejército colombiano para afianzarlo como institución cada día más prestigiosa, no sólo ante nuestros propios conciudadanos, sino en el concierto de las Fuerzas Armadas del hemisferio.

La Policía pertenece al régimen ordinario y constante de la administración. Es la autoridad vigilante para la protección inmediata de los derechos civiles y de las garantías sociales; es la ley hecha carne para prevenir su propia violación; defender el ejercicio de la libertad; evitar los abusos de ésta; conjurar en su fuente los conflictos; proteger al débil y fortalecer el orden; es el instrumento de acción para cumplir los dictados de la justicia. Por consiguiente, a su mejoramiento y progreso en todos los aspectos prestará especial atención el gobierno nacional. 

En materias internacionales existe, por fortuna, entre nosotros, un acuerdo perfecto que asegura la unidad de nuestra política. La fidelidad para con ella que han demostrado los pasados gobiernos y que obliga a los venideros, es la natural consecuencia de ese sentimiento colectivo que ha venido considerando nuestras relaciones con el mundo exterior como una zona ajena a las disputas internas, donde todos somos solidarios, para que esa obra conserve las tradicionales características de continuidad y de respeto que el decoro de la Nación exige.

No podemos analizar hoy los problemas económicos y sociales con una visión recortada, sino que es necesario alzar la vista hacia los fenómenos mundiales. 

Nunca había tenido la política internacional el valor que hoy alcanza, por la independencia, cada día más acentuada, de todos los países, tanto en lo político como en lo económico y social. De la acertada dirección de la política exterior depende la solución de los grandes problemas nacionales; el precio del café, el desarrollo y la propia subsistencia de nuestras industrias, el fomento de la agricultura, la posibilidad de tener un sistema monetario acorde con nuestros intereses, la adquisición de recursos extraordinarios para obras de gran aliento, y, por encima de todo, la paz, la tranquilidad y la seguridad del país.

Aprobados por la república, con la intervención de ambos partidos, los Acuerdos de Bretton Woods y de Chapultepec y la Carta de las Naciones Unidas, la política internacional de Colombia tiene que ajustarse, sincera y lealmente, no sólo a la letra sino al espíritu de esas trascendentales convenciones, que fueron amplia, libre y democráticamente discutidas, y elaboradas con la intervención, en muchos casos definitiva, de las delegaciones colombianas integradas por elementos de nuestros dos partidos históricos.

Para que el país pueda colaborar eficazmente en la realización de las finalidades y de los ideales que tales convenciones han perseguido, y para obtener que la república desempeñe en todos los organismos internacionales a que ellas se refieren un papel que esté de acuerdo con la importancia hoy adquirida, es urgente ensanchar los servicios del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Debo aprovechar la oportunidad para agradecer, en nombre del Gobierno y del pueblo colombiano, la presencia en este recinto de las lujosas Embajadas de los pueblos amigos que nos honran con ocasión del solemne acto cumplido hoy en la vida de la república. El interés y la complacencia con que los países aquí representados han seguido el tranquilo desarrollo de nuestra actividad democrática es para nosotros motivo de legítimo orgullo, y queremos atribuirlo al deseo existente en todas las naciones porque se afiancen definitivamente en el mundo las prácticas de respeto mutuo y de leal cooperación, como ejercicio de una elevada conciencia jurídica. A este respecto nuestro Continente representa hoy un elemento básico en la organización del mundo, debido a su alto sentido de unidad, a su respeto a los derechos esenciales de la persona humana, sin distinción de razas, o de creencias, a su invariable propósito de renunciar a la guerra como instrumento de política.

El mundo busca la paz y el triunfo del derecho después de la última guerra, en que la violencia dejó tan amargos frutos.

Trasmitid, señores embajadores, a vuestros pueblos y gobiernos, los votos que formulamos los colombianos porque la humanidad se oriente en el futuro por rutas de solidaridad y de justicia, a fin de salvar los principios esenciales en que se funda la civilización

contemporánea. 

Excelentísimo señor presidente del Congreso:

Me habéis colmado de inmerecidos elogios, que agradezco profundamente y que sólo atribuyó a vuestra benevolencia ilimitada y a vuestra generosidad manifiesta.

Representáis, entre las juventudes colombianas, el aliento renovador de las generaciones que llegan a la vida pública, impulsadas por los más altos ideales patrióticos, abroqueladas por la sinceridad en las doctrinas, la pulcritud ética y la vieja hidalguía castellana, como norma de sus acciones. Tuve la grata fortuna de ser vuestro colega en el Senado, donde aprecié de cerca vuestro interés por la solución acertada de los problemas públicos.

Representáis, además, a un departamento que ha sabido destacarse en el país por el impulso ascensional de su vida y que es ejemplo y guía de lo que puede una

raza laboriosa y pacífica cuando se trata de construir una patria a golpes de callado heroísmo. Lleváis en esta ocasión la voz del Congreso, que es el pueblo mismo, jurídicamente interpretado a través de uno de sus órganos representativos. Por intermedio vuestro quiero reiterar ante el cuerpo soberano de la nación la firme voluntad que me asiste de cumplir la totalidad de mis deberes y de ser leal a la Constitución y a las leyes.

La virtud de los héroes que fundaron la república y el ejemplo de los grandes varones que la democracia exaltó a estos mismos sitios de comando, como símbolos de un ideal colectivo, han de inspirar permanentemente mis actos en la empresa de concordia que espero ver realizada, en el gobierno que hoy se inicia, con la ayuda y el concurso de la nación.

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Kevin Bermúdez

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